Escritores y artistas bajan al ruedo electoral
Las principales estrellas del Hollywood de hoy apoyan al candidato demócrata
EMMANUELA ROIG Desde que el senador Joseph McCarthy asoló la industria del cine con la caza de brujas en los años cincuenta, Hollywood se ha mostrado reacio a entrar abiertamente en política. "Mantente al margen si quieres llegar al gran público", ha sido la consigna con la que la mayor parte de los grandes estudios y representantes de actores han preferido ocultar la ideología de sus estrellas. Sin embargo, este año la decisión republicana de centrar el debate electoral en la crisis de valores morales y culpar a la élite cultural de todos los males sociales de Norteamérica ha obligado a los intelectuales norteamericanos a saltar al ruedo y a clavar en las carnes de George Bush y Dan Quayle los aguijonazos de su ingenio.
Apoyar a los republicanos no está de moda entre los intelectuales. Kevin Costner fue el primero en intuirlo cuando este año rechazó la invitación de Bush para que se fotografiara con él jugando al golf. Desde aquel momento, la situación no ha dejado de empeorar para los republicanos, que se autoinstituyeron como los cruzados de la moral y las buenas costumbres. Al margen del Terminator, Arnold Schwarzenegger (que ocupa el puesto de secretario de Deporte en la Administración republicana), y el menos musculoso Silvester Stallone, la lista de artistas que se deciden por Bush les llevan tres lifting de ventaja a las mismísimas Chicas de Oro. Más que el apoyo de los actores, Bush tiene el respaldo de leyendas: Mickey Rooney, Ginger Rogers, Robert Mitchum, Eva Gabor, Frank Sinatra, César Romero, Jimmy Stewart y Bob Hope sólo pueden impresionar a los votantes que recuerdan un Hollywood en blanco y negro.La fiesta de hace un mes en honor a Clinton en Beverly Hills tuvo un aire más contemporáneo y lucrativo. El candidato se marchó de California con un millón de dólares para su campaña - y con una lista de artistas simpatizantes cuyos autógrafos podrían duplicar esta cantidad. Robert Redford, el deportista Magic Johnson (que dimitió de su puesto de consejero en la comisión antisida republicana tras criticar la política de Bush), las cantantes Barbra Streisand y Bette Midler, Glenn Close y Michelle Pfeiffer (Las amistades peligrosas), Laura Dern (Corazón salvaje), Whoopi Goldberg (Ghost), Warren Beatty y Annette Bening (Bugsy), Dustin Hoffmann (Héroe), el productor musical Quincy Jones y Danny de Vito (Batman) son algunos de los que apoyan al candidato de 46 años que, sin ningún tipo de rubor, fue presentado ante la audiencia como "el próximo presidente de Estados Unidos".
Los indiscriminados ataques de Quayle a la élite cultural no sólo no han cuajado en el público, sino que han despertado las iras de los cerebros más brillantes del país, que, desde las tribunas de sus cátedras, medios de comunicación o a través de sus guiones, han desautorizado a los republicanos.
En un país en el que la educación universitaria se venera y en el que una serie de televisión puede abrir un debate continental sobre las madres solteras, pocos estadounidenses se han podido comprometer a apoyar la cruzada de los republicanos contra los cerebros que inspiran no sólo su estilo de vida, sino también su sentido del humor. No es fácil separar a los estadounidenses de sus símbolos nacionales. La cantante Madonna, el director Spike Lee, el rapero Ice T, la guionista de Thelma y Louise, Gallie Khouri, el director de cine Oliver Stone o la escritora Susan Sontag pueden ser polémicos, pero su influencia sobrepasa a las críticas. 556 economistas, entre ellos seis premios Nobel, han respaldado el programa económico de Clinton, y. periódicos como The Washington Post se han alineado con el demócrata. Incluso el mismísimo David Rockefeller hijo escribía en The New York Times que como "padre, empresario y partidario de la reforma de la educación pública" apoyaba a Bill Clinton.
Los años y la tecnología han cambiado la influencia intelectual sobre los norteamericanos. Antes de que la televisión dominara el mundo cultural, los mensajes de los intelectuales sólo alcanzaban a la élite social que tenía acceso a ellas; ahora los productores de Hollywood se pueden permitir el lujo de utilizar su programación habitual para criticar ante millones de personas a quienes les atacan. Por su parte, el intento de Bush de buscar el apoyo popular no hizo más que demostrar su falta de contacto con la actualidad. "Tenemos que ser más como los Walton que como los Simpson", dijo el presidente al poner como ejemplo de valores familiares una serie sobre granjeros que se hizo famosa hace 20 años, en oposición a la corrosiva familia de dibujos animados que entusiasma a los norteamericanos de los noventa.
Más que distraer al electorado de la preocupación sobre la economía, los ataques de los republicanos se han convertido en una peligrosa provocación pública a los creadores de los personajes que entran a diario en los hogares de los norteamericanos.
Los programas de televisión norteamericanos son una mezcla de realidad y fantasía. Los guionistas están acostumbrados a obligar a sus personajes a discutir problemas de actualidad, como las revueltas de Los Ángeles y el caso de Anita Hill, para editorializar sobre la vida a través de la ficción. Las grandes estrellas de los talk-show, esos programas que mezclan entrevistas ligeras con actuaciones musicales, como Jay Leno, David Letterman o Arsenio Hall, abren cada noche su programa con una lectura cómica de las noticias de los periódicos, y este año los problemas de deletreo y demás meteduras de pata de Quayle les han facilitado tantas excusas para un buen chiste como para que bromearan con la posibilidad de convertir al vicepresidente en el patrón de los cómicos. A Quayle se le han vuelto más cosas en contra; por ejemplo, cuando los norteamericanos respondieron a sus críticas contra la serie Murphy Brown duplicando los índices de audiencia (35 millones de personas) en la vuelta a la televisión de la serie sobre una periodista que decide convertirse en madre soltera. Quizá por ello las referencias a la élite cultural han desaparecido de los últimos discursos políticos.
La adicción de los estadounidenses a la televisión se ha convertido en un arma contra la actual Administración. La revista TV Guide analizaba la dependencia de los norteamericanos de la televisión ofreciendo los siguientes datos: el 46% de los norteamericanos no dejaría de ver la televisión por menos de un millón de dólares, y el 25% no prescindiría de su costumbre ni siquiera por esta cantidad. Teniendo en cuenta que el 29% de la población estadounidense permanece a diario entre 7 y 14 horas frente al aparato emisor, no es extraño que la conversión de las figuras, de Bush y Quayle en carnaza de las horas de máxima audiencia les haya perjudicado.
Sin embargo, los republicanos tienen base suficiente para acusar a la industria del espectáculo de ser más liberal que el grueso de la sociedad. Una encuesta entre los creadores de programas de televisión que publicó la revista Time concluye que "el 97% está a favor del aborto, el 86% apoya el derecho de los homosexuales a enseñar en las escuelas y el 51% no considera censurable el adulterio".
Con estos datos en la mano, los conservadores pretendían demostrar que la primera potencia mundial de exportación de ideología y el espejo por el que el mundo cree conocer EE UU no es un fiel reflejo de la Norteamérica real. La postura del partido republicano se basa en que una parte importante de los estadounidenses se opone al aborto, piensa que las subvenciones para remediar el sida son excesivas y defiende la economía frente a la ecología. Sin embargo, los conservadores consideran que el poder dramático de la ficción manipula los principios de la audiencia y les hace dudar de su postura cuando se les presenta un personaje amable enfrentándose a una de estas situaciones. El riesgo de la apuesta de Bush y Quayle ha sido jugarse los votos a que los norteamericanos sean más fieles a sus, candidatos que a sus ídolos de la pantalla y a que recuerdan mejor un discurso que un buen chiste.
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