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Nureyev huye al calor del Caribe

El público parisiense recibe con euforia y tristeza la última creación del coreógrafo enfermo

A pesar de la belleza que apareció sobre la escena de la Opera de París la pasada semana, ha sido una Bayadera triste: al mismo tiempo se desvelaba que el artista padece el sida.Había un silencio grave en el público balletómano, y en los entreactos por los pasillos se comentaba que Rudolf Jamétovich Nureyev ha vuelto de vez en cuando desde el día del estreno a ese discreto palco donde se agazapa tras los cortinones púrpura para ver, para exigir, para vivir con la danza. Pero serán probablemente bulos, flecos de la mitomanía que Nureyev arrastra al antiguo estilo, como un cometa cuya estela fuera u perfume intenso y decadente mezcla de sándalo, incienso y heliotropo, los mismos efluvios que se respiran en el montaje que tiene una atmósfera barroca en su esencia y no en apariencia. Lo cierto es que Nureyev h estado al pie del cañón hasta que se levantó la cortina, y siguió el trabajo desde una silla al no poder estar en pie.

La mayoría coincide en que La Bayadera ha sido una despedida a lo grande, tal como le gusta al coreógrafo, con lujo y oro, con brocados y pompa.

Rudi, como le llaman los íntimos, es el último divo del ballet, y ahora, enfundado en missonis, suave cuero y otras lanas exóticas que no logran sacar el frío de su carne castigada, ya está aceptado por todos que se muere de esa estúpida enfermedad o epidemia, como se la quiera llamar. Algún amigo cercano ha hecho declaraciones que más que despistar despejan dudas: el bailarín está en fase terminal. Lo de su tratamiento era un secreto a voces: iba al Hospital Americano de París o una clínica suiza y le hacían transfusiones de sangre. Nureyev sabía desde hace casi ocho años que estaba tocado por el virus. Pero siguió bailando, creando y viviendo a un ritmo que rozaba la locura hasta que una intervención por una pericarditis le desencadenó la caída.

Ya hoy, la ópera y su temible público acepta todo de él, pues mucho le deben al ruso nacido en un tren, ésa es la verdad. Después de Lifar, Nureyev ha sido el alma renovadora de la casa, su agitador, su héroe mayor. Allí, en el Palacio Garnier, muchos no le quieren, sufrió plantes sonadísimos, huidas escandalosas como las de Sylvie Guillem y Eric Vu An, y el rencor secreto de algunas bailarinas aún flota por los camerinos. Otros se afanan en declarar todo lo que agradecen a su paso de más de seis años por la dirección de la Opera. La leña del árbol caído será dorada, y ahora todo son honores, flores y hasta una condecoración que dramáticamente Jack Lang le impuso sobre el escenario el día del estreno, entre bravos y largos aplausos.

Por fin Nureyev, que se ocultó lo que, pudo en su isla particular cerca de Positano (Italia), finalmente se ha ido anteayer más lejos con la esperanza de que le dejen morir en paz y sin frío. En la isla de San Marín, un bungalow solitario al este de la isla le acoge mientras en París cada noche las bayaderas entran en el Reino de las sombras, y una cruel metáfora se abre sobre el príncipe Solor, que hace una visita desesperada a otro mundo, a la habitación de al lado que no se conocerá hasta el día del cierre o del tránsito, como se prefiera. Allí, entre leves e inmaculadas muchachas muertas, un hombre se debate por el amor, en esa locura donde se confunden dolor y deseo. Rudolf Nureyev fue muchas veces, en el mismo escenario, ese príncipe volador y aventurero.

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