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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Juicio singular

ANTE EL juicio que hoy se celebra en la Audiencia de Valladolid contra el secretario general de Asuntos Penitenciarios, Antoni Asunción, no queda otra salida que la extrañeza: ¿qué hace sentado en el banquillo de los acusados el máximo responsable de las cárceles españolas? La extrañeza no es porque el Código Penal se aplique, si llega el caso, al secretario general de Asuntos Penitenciarios. Lo es por lo insólito que resulta que el Código Penal se utilice como medio de resolver asuntos que revelan, en todo caso, una fundamentada disparidad de criterios entre instituciones en el ejercicio de las funciones que les son propias.El hecho concreto que motiva la comparecencia a juicio de Antoni Asunción resume a la perfección los datos del conflicto abierto en los últimos años entre la Administración y algunos jueces de vigilancia en torno a la concesión de permisos y, en general, a la aplicación de beneficios penitenciarios a los reclusos. Asunción es acusado de haber obstruido un permiso de seis días concedido en 1989 por el juez de vigilancia penitenciaria al ultraderechista José Fernández Cerra, condenado a 197 años por su participación, en 1977, en el asesinato de seis abogados en un despacho laboralista de la calle de Atocha, en Madrid. Una obstrucción que tenía sólidos motivos a su favor. No sólo el dictamen contrario a la concesión de la junta de régimen interior de la prisión, sino los antecedentes de otros reclusos ultraderechistas que aprovecharon el permiso para fugarse: Fernando Lerdo de Tejada, otro de los autores de la matanza de Atocha, en 1977, y Emilio Hellín, autor del asesinato de la joven Yolanda González, en 1987. Circunstancias que también han concurrido en estos años en la concesión de permisos a algunos reclusos comunes que se han revelado sumamemte peligrosos en libertad.

Que esta divergencia de criterios entre Administración y jueces de vigilancia -o algunos jueces- se pretenda sustanciar sentando en el banquillo al responsable de la política penitenciaria sólo muestra el sesgo aberrante que ha adquirido el conflicto. En lugar de aunar criterios de actuación, una de las partes parece inclinarse por resolverlo a golpe de Código Penal. No es ése el camino. Y si lo fuera, no se ve por qué no se sigue en todas las direcciones, aplicando también con el mismo rigor el Código Penal a los jueces que se arriesgan a conceder permisos sin un examen exhaustivo de la personalidad y de los antecedentes. ¿O es que ninguna responsabilidad penal es exigible a quien, en contra de los dictámenes de la Administración penitenciaria y del ministerio fiscal, autorizó en 1987 el permiso que facilitó la huida del ultraderechista Emilio Hellín? Es el caso, justamente, de uno de los jueces que forma parte del tribunal que hoy juzga al secretario general de Asuntos Penitenciarios.

Quizá en los casos dudosos los jueces de vigilancia penitenciaria no deberían seguir su solo criterio. Al menos tendrían que asesorarse con dictámenes complementarios de otros organismos competentes. Es éste un aspecto, entre otros, de un asunto complejo, que inquieta a la sociedad y que bien merecería un marco distinto que el que ofrece un juicio penal.

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