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Un 'sí' débil,claroy democrático

Al invitar al canciller Kohl a París, François Mitterrand ha querido antes que nada dejar clara su verdad. No le ha gustado la forma en que se han interpreta do en los distintos países europeos los resultados del referéndum sobre el Tratado de Maastricht. En primer lugar, Mitterrand recuerda que, desde un punto de vista estrictamente francés, incluso una mayoría de unos pocos votos habría constituido un éxito. Efectivamente, en 1969, en las mismas condiciones -es decir, después de 11 años en el poder, igual que Mitterrand- el general De Gaulle, es decir, el francés más ilustre desde Clemenceau, se arriesgó a convocar un referéndum. Fue derrotado. Y, sin embargo, era menos impopular entonces que François Mitterrand hoy, al menos según los sondeos actuales. Por otra parte, y en contra de las opiniones publicadas no sólo en Londres y Nueva York, sino sobre todo en Múnich, Bonn, Francfort, el presidente francés considera muy positivo el debate que se desarrolló durante la campaña del referéndum, e incluso el gran número de electores franceses que se pronunciaron en contra del tratado. Esto puede parecer paradójico, o simplemente estratégico. Sin embargo, François Mitterrand (que sin duda habría preferido -evidentemente- tener un 55% de síes a un 51%) explicó a su interlocutor alemán que la victoria salvaba el tratado y que la fuerza de la oposición imponía y legitimaba un cierto número de enmiendas esenciales.Sin la victoria, toda la construcción europea se hundiría por mucho tiempo, y las repercusiones financieras, especialmente en Italia y España, rozarían el desastre. Pero sin la fuerza de la oposición no habría podido prevalecer la idea de que el tratado tenía que ser enmendado, y todos los países se habrían dividido en dos. Las conversaciones franco-alemanas se han puesto como objetivo definir estas enmiendas y dar argumentos a los Gobiernos alemán y británico para arrancar de sus respectivos Parlamentos la ratificación del tratado.

Los debates de opinión en Francia durante la campaña que precedió al referéndum inspiraron al canciller Kohl observaciones muy halagadoras para Francia, y muy lúcidas para Alemania. Helmut Kohl, que siempre se mostró impaciente ante las dudas que se expresaban sobre el funcionamiento de las instituaciones de su país, tendía a creer que sólo había una democracia auténtica en Europa, y ésa era Alemania. A pesar, o a causa, del pasado germánico, los alemanes no se permiten, según Kohl, ninguna falta contra la democracia. Es cierto que hay brotes racistas, especialmente contra los extranjeros del Este, pero son reprimidos de inmediato y condenados por todos. No ocurre lo mismo, según él, en todos los países. Pues bien, el canciller siente repentinamente un gran respeto por el funcionamiento de la democracia francesa. Mitterrand corrió los riesgos de un referéndum, los políticos de todos los colores hicieron frente a su responsabilidad y, sin desórdenes, el debate estuvo a la altura de lo que estaba en juego. El sí, aunque fuera débil, supone un honor para Francia.

En cambio, el canciller se ha dado cuenta de la persistencia de un recelo europeo hacia los alemanes y, más aún, de un deseo general de los franceses de conservar su singularidad, su identidad y su soberanía. Este deseo general también resulta claro en el Reino Unido. Pero resulta igual de claro entre los propios alemanes. Conclusión: la idea europea ha progresado considerablemente, puesto que todos discuten sobre ella y todos afirman apoyarla. Pero la tentación federalista, es decir, la opción de una Institución supranacional y soberana, está prácticamente acabada. Pues bien, el Tratado de Maastricht contenía ambigüedades en ese sentido, especialmente en lo que se refiere a las competencias del banco central. Todo lo que tienda hacia una Europa confederal, cuyas instituciones sean precisas en el tema de la renuncia a la soberanía, puede desarmar a la oposición.

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Las enmiendas en estudio son de una importancia capital. En cuanto al banco central, desde la perspectiva de la unión monetaria, es decir, de la adopción del ecu como moneda única, la cuestión implica que se defina claramente el espíritu de las reformas deseadas en un momento en que la crisis ha he cho desmoronarse a la lira, la libra y la peseta. Recordemos que la idea inicial era impedir a los alemanes fijar de forma autoritaria y exclusiva los niveles de los tipos de interés gracias a la potencia de su marco. Para fijar esos tipos sería necesaria la intervención de los Doce. En tonces todos se felicitaron del civismo europeo de los alemanes, que aceptaban sacrificar su privilegio financiero en el altar de la Comunidad Europea. Las principales objeciones provinieron del Reino Unido y de Francia. ¿Estaría el banco central europeo, previsto en el Tratado de Maastricht, dirigido celosamente por los 12 gobernadores de los bancos o por los jefes de Estado y de Gobierno? ¿Habría que abandonar la soberanía financiera de cada país en manos de tecnócratas, impregnados de la filosofia antiinflacionista que se opone a la flexibilidad de los déficit comerciales y a una posible concepción de la lucha contra el paro a través de la reacti vación del consumo? Sobre este importante punto, François Mitterrand y Helmut Kohl habían sido ambiguos simplemente porque el Tratado de Maastricht contiene una ambigüedad. Es el punto más interesante y el más delicado.

Sin embargo, el referéndum francés no tiene sólo las ventajas que deciden reconocerle el presidente francés y el canciller alemán. El hecho de que haya habido un referéndum provoca envidia en la opinión británica y pone en una situación incómoda a John Major, cada vez más hostigado por Margaret Thatcher. La opinión pública exige un referéndum. Como ha ocurrido durante decenios, desde el Tratado de Roma, el Reino Unido es, o vuelve a ser, el socio incierto. Y aunque, en el debate financiero entre Londres y Bonn, es posible que los británicos, ahora que se han salido de la serpiente monetaria europea tengan razón, y aunque Major se haya revelado a título personal como un sincero defensor de la Unión Europea, parece que los británicos siguen siendo incurablemente insulares. Antes tenían la excusa churchilliana de los océanos ("entre Europa y los océanos, siempre elegiremos los océanos"); hoy no les queda sino el deseo reprimido de una zona de librecambio y la alianza devota con EE UU. Es cierto que la idea europea avanza en todas partes (en todas partes menos en el Reino Unido).

Volviendo a François Mitterrand, sus íntimos han quedado evidentemente soprendidos de que periódicos influyentes como The Independent o EL PAÍS pidan su dimisión en nombre de Europa. Es un deseo que ya ha sido formulado en Francia, sobre todo en la derecha, por supuesto, y que tenía cierta coherencia e incluso alguna justificación antes del referéndum. Se podía mantener que un hombre impopular en su país no era el mejor promotor de la Unión Europea entre sus compatriotas. Es difícil sostener esta argumentación después de la victoria del . Este hombre ha propuesto algo a su opinión pública. Y ésta lo ha aceptado. No está claro por qué habría que pedirle que dimitiera, a no ser por consideraciones sobre su edad, su desgaste y sus caprichos estratégicos. Si dimite, dice él, será en su momento, y lo hará respetando la Constitución francesa.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

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