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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Elecciones en Estonia

LOS COMICIOS generales celebrados en Estonia hace una semana (legislativos y, en primera vuelta, presidenciales) han sido presentados como los primeros plenamente democráticos desde la independencia del pequeño país báltico. Y es cierto que los que votaron lo hicieron libremente, dando lo que aparentemente es un giro inevitable del electorado hacia el conservadurismo. Pero los que no pudieron votar porque la ley de ciudadanía se lo impidió -casi el 40% de la población de origen ruso- fueron ejemplo de la gravedad de los problemas que padecen las minorías étnicas en la antigua Europa socialista.Isamaa (Pro Patria) y el partido moderado, las formaciones que apoyaron la opción conservadora de Lennart Meri, obtuvieron 40 de los 101 escaños del Parlamento. Durante la legislatura apoyarán a Meri, además, los 16 diputados del Frente Popular de Rein Taagepera (un hombre de negocios que ha pasado la mayor parte de su vida en Canadá), 10 independentistas, 8 monárquicos y 8 ultraderechistas. El político conservador cuenta así con 92 escaños. Toda una opción política de ruptura con el pasado y de enganche al mundo capitalista occidental.

Sin embargo, lo que verdaderamente ha complicado los comicios ha sido la cuestión de la minoría rusa. La exclusión de ésta del derecho de voto en Estonia ha sido un auténtico ajuste de cuentas y una vergüenza. Pero, sobre todo, el problema es un estereotipo de los que sufren las nacionalidades en la antigua Europa socialista, cuyo ejemplo más dramático es el conflicto de la ex Yugoslavia. En los países bálticos, a la tradicional política de traslado de poblaciones practicada por Stalin en toda la Unión Soviética para desestabilizar movimientos nacionalistas (como en Ucrania y Georgia) se unió la de enviar a rusos a controlar la vida política y a ocuparse de los puestos de trabajo más sensibles del sector económico.

Los expertos calculan que por Estonia -país de millón y medio de habitantes- pasaron en 50 años unos siete millones de inmigrantes, lo que hace que la estancia media no fuera superior a los cinco años por individuo. Tal circunstancia contribuyó a acentuar la distancia lingüística entre el estonio y el ruso y, como consecuencia de ello, la escasa integración de los inmigrantes en el país. Hoy día, mientras el 40% de la población es monolingüe en estonio, el 33% lo es en ruso y sólo el 27% es bilingüe, apenas hay un 7% de matrimonios mixtos.

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Una situación así dificilmente podía prolongarse más allá del desmantelamiento del sistema socialista. El verdadero rechazo de los estonios teníá que aflorar a la primera ocasión. Y ésta se dio con la promulgación de la ley de ciudadanía, que, en un verdadero ejercicio de revancha histórica, excluyó de la nacionalidad estonia a los rusos llegados al país durante el estalinismo y, más aún, limitó el acceso al voto a aquellos que, incluso tras haber adquirido la ciudadanía estonia, pudieran demostrar su conocimiento del idioma.

Estonia ha dado muestras de una escandalosa falta de generosidad democrática al consagrar la existencia de una ciudadanía de segunda clase. ¿Adónde van a ir los 500.000 rusos que, a lo largo de las décadas, se establecieron en Estonia y que no tienen ya otro hogar al que acudir? ¿Debe negárseles el derecho a la vida porque hace años una situación política anormal les hizo llegar a una región en la que la lengua franca era la de la "gran patria soviética", que, en su mayoría, ellos tampoco habían escogido?

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