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La Europa del 21 de septiembre

Sea cual sea la respuesta del pueblo francés en el referéndum sobre el Tratado de Maastricht, la situación de la Comunidad Europea se verá profundamente transformada. Esto será menos evidente en caso de victoria del sí, que parece probable aunque siga siendo incierta, dadas las contradicciones -reveladas por los sondeos de opinión- que los electores llevan dentro. Si el resultado de este difícil voto es positivo, habrá que tener en cuenta el hecho de que, de los tres países en los que todos los ciudadanos pudieron pronunciarse directamente sobre el Tratado de Maastricht, los que lo habrán ratificado cuentan con más de 60 millones de habitantes, en comparación con los cinco del país que lo rechazó.El artículo R del tratado subordina su aplicación a la presentación de "todos los instrumentos de ratificación". El Gobierno francés siempre ha considerado que esta fórmula sólo concierne a los Estados que no hayan rechazado expresamente el texto, porque no existen "instrumentos de ratificación" cuando un país se niega a ratificarlo. El artículo 239 del Tratado de Roma sólo exige la ratificación de "todos los Estados miembros" para las "enmiendas" introducidas. Pero el documento firmado en Maastricht va mucho más allá de ese estrecho marco, porque crea una Unión Europea que no existía anteriormente y que sustituye explícitamente la CE del Tratado de Roma por una Comunidad Europea mucho más amplia.

Después de un voto positivo el 20 de septiembre, París tendrá gran autoridad para imponer una solución en este sentido. Por ejemplo, negándose a que Dinamarca presida la Comunidad a partir del próximo 1 de enero, los representantes daneses en el Consejo, el Parlamento y la Comisión tendrían funciones puramente consultivas, sin derecho al voto, hasta que su Estado no haya modificado su rechazo a la ratificación. Entonces sería normal que François Mitterrand amenazara con aplicar la estrategia gaullista de la silla vacía si esta justificada reivindicación no fuera aceptada.

Por el contrario, se encontraría preso de su propia interpretación del rechazo danés si éste se viera seguido el 20 de septiembre por un rechazo francés. Si la situación no se modificara antes del 1 de enero de 1993, los representantes de Francia en Bruselas y Estrasburgo deberían ser puestos en cuarentena en esa fecha hasta que su Gobierno no encuentre la forma de salir de la situación en que sus propios ciudadanos le habrían encerrado. John Major no cumpliría con los deberes de su cargo actual de presidente de la Comunidad si, como ha anunciado, interrumpiera el proceso de ratificación. En ese aspecto, hay que tratar a los grandes Estados igual que a los pequeños. Los Doce decidieron después del rechazo danés que las ratificaciones continuarían de todos modos. Sería escandaloso que no adoptasen la misma postura ante un rechazo francés.Sería aún más escandaloso que el Gobierno de París no siguiera en ese caso el ejemplo del Gobierno de Copenhague, que no opuso su veto a esta continuación del procedimiento normal de ratificación. En efecto, sólo esa continuación podría evitar que una victoria del no supusiera un golpe fatal a la construcción de Europa iniciada hace 40 años. El que poco más de la mitad de los votantes y una minoría de los ciudadanos se negaran a ratificar por referéndum el Tratado de Maastricht, cuando el 89% de los parlamentarios votó a favor de la revisión constitucional necesaria para hacerlo -y habrían sido igual de numerosos los que kubiesen aprobado la ratificación si se hubiera seguido el procedimiento normal-, sería un problema grave en un país en el cual el artículo 3 de la Constitución afirma que "la soberanía nacional pertenece al pueblo, que la ejerce por medio de sus representantes o por la vía del referéndum". Ambos procedimientos son considerados como equivalentes. El hecho de que llevaran a resultados contradictorios haría necesario clarificar la expresión de la voluntad nacional.

El alejamiento entre los ciudadanos franceses y sus representates se debe al hecho de que los segundos no han explicado suficientemente a los primeros que la Unión Europea va a dominar el futuro de nuestro continente y del mundo en los próximos decenios. El apasionado debate de estas últimas semanas entre los partidarios del sí y los partidarios del no ha despertado en Francia una vida política dormida desde hace tiempo porque se hallaba asociada a conflictos ya pasados. Las oscilaciones de los sondeos y la división de las opiniones en dos mitades casi iguales revelan una profunda mutación de las discrepancias tradicionales. Estas sólo permanecen paralizadas en los dos extremos, donde Le Pen y Marchais siguen fieles a ellos mismos. Pero en el seno de todos los demás partidos, incluidos los nuevos movimientos, como el de los Verdes, se ha producido un enfrentamiento entre un repliegue sobre el Estado-nación tradicional y un patriotismo abierto a una Europa de las naciones animada por una autoridad política comunitaria.

No nos equivoquemos: a partir de ahora las controversias intelectuales, los proyectos de futuro y los enfrentamientos entre partidos se organizarán en torno a este tema. Pero el debate desarrollado de junio a septiembre ha sido demasiado corto como para que los ciudadanos hayan podido comprender el sentido y el alcance de la cuestión. Confusos, se agrupan más fácilmente en torno a la vieja idea del Estado-nación, clara y precisa porque corresponde a un orden reconocido desde la infancia, frente al modelo oscuro y desconocido que proponen el Tratado de Maastricht y el funcionamiento esotérico de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Pocos electores votarán no para paralizar la construcción de Europa. La mayoría rechazará una Europa que ignora, aunque desee una Europa ideal. Pero no comprenderá su error hasta que no evalúe las consecuencias de su no.

Tras una victoria del no el 20 de septiembre, convendría que ni los franceses ni sus socios modificaran el orden de las cosas previsto por el Tratado de Maastricht. Ni dimisión de François Mitterrand o de Jacques Delors, ni disolución de la Asamblea Nacional de París. Ni retraso de la ratificación en Alemania, o en el Reino Unido, o en Italia, o en España, o en los otros países que no se han decidido todavía. La reacción de los mercados bursátiles, los movimientos de capital, la evolución de las monedas -y especialmente del franco-, el futuro de las inversiones, el presupuesto de la Comunidad, la reforma de la política agrícola: todo esto dará en los próximos meses una lección básica probablemente dura. Además del desconcierto de los pueblos alemán, español, italiano, inglés ante el abandono por parte de Francia de la empresa impulsada por Jean Monnet y continuada por todos los Gobiernos desde hace más de 40 años.

Las elecciones legistativas de marzo de 1993 se llevarían a cabo entonces, necesariamente, alrededor de un sí o un no definitivo, cuestión sobre la que ciertamente los electores obligarían a pronunciarse claramente a los candidatos. Las alianzas de la segunda vuelta no podrían escapar a este marco, porque los ciudadanos votarían en relación a él. De este modo, serían unos representantes elegidos por ellos en función de esa cuestión los que tomarían la decisión final. Sería sorprendente que este tribunal de apelación, que reuniría las dos expresiones de la soberanía nacional definidas en la Constitución francesa, no modificara la sentencia de un tribunal de primera instancia que carece de la información suficiente debido a un procedimiento de instrucción demasiado rápido. Un retraso de seis meses sería evidentemente lamentable ante la urgencia de los problemas que acosan a Europa. Pero no sería nada comparado con la catástrofe que constituiría el estancamiento del proyecto comunitario.

Maurice Duverger es profesor emérito de La Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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