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El no de izquierdas

¿Por qué un francés, deseoso de mantener abierto y dinámico el proceso de la construcción europea, por qué un ciudadano que rechaza la xenofobia, el conservadurismo, que afirma ser partidario de las ideas de progreso, va a votar no en el referéndum para la aprobación o rechazo del Tratado de Maastricht? Y antes que nada, ¿existe ese francés? Podría uno dudarlo. Desde hace cuatro meses, el sistema político y los medios de comunicación han puesto sistemáticamente el énfasis en los oponentes de derechas al tratado. Los gaullistas, reaccionarios o xenófobos han expresado hábilmente -y dependiendo de su propia personalidad- bien los temores de una derecha republicana -Philippe Seguin-, bien los vicios de un populismo que apuesta por el miedo al otro (De Villiers, Le Pen). Y han sido empujados al centro de la escena por una coyuntura de dos caras. Por un lado, el descontento contra el Gobierno socialista y el presidente Mitterrand es grande. Por otro lado, al organizar el referéndum, el Gobierno ha tratado de dividir a la derecha, utilizando Maastricht como un punzón introducido en el corazón del movimiento gaullista (Pasqua contra Chirac) y entre este movimiento y el resto de la oposición (Giscard d'Estaing). En este tablero político, la disonancia de un no de izquierdas tenía por fuerza que deshacer la armonía. Sólo se dejaba cantar a los comunistas, seguros de que desempeñarían, involuntariamente, el papel de gancho para empujar al electorado a votar sí.Y, sin embargo, en la izquierda se ha expresado claramente un rechazo a Maastricht, aunque se haya hecho todo lo posible por marginarlo. Los Verdes se han dividido entre partidarios y adversarios de Maastricht. Algunos socialistas (como Chevénement) han manifestado su oposición. Una serie de personajes -René Dumont, el ecologista; Gisèle Halimi, fundadora del movimiento feminista; escritores, como Gilles Perrault- e innumerables agrupaciones y asociaciones se han unido al bando del no.

El reparto de la intención de voto en los sondeos es aún más significativo. La población activa (entre 24 y 64 años) parece estar mayoritariamente a favor del no. Lo mismo ocurre con las categorías de asalariados -obreros y empleados- y con los campesinos. El sí sólo lo apoyan los mayores de 64 años, los menores de 24 y las categorías superiores. Pues bien, estos asalariados que expresan la intención de votar no son los que habitualmente votan a la izquierda. Y sería absurdo o prematuro pensar que se han pasado a la derecha.

Por consiguiente, sociológica y políticamente existe un no que proviene de las, filas de la izquierda. Y de no ser así, no se podría explicar que entre un 45% y un 50% de los franceses -según los sondeos- piensen votar no. Sólo por sí mismo esto merece ser objeto de reflexión. Porque, a la vez que la opinión parece dividida casi en partes iguales, las élites se pronuncian en más de un 50% por el .

Es decir que la campaña del referéndum revela una división profunda entre una parte de la opinión y sus élites. ¿Quién habla hoy para estas capas asalariadas? Pues bien, el Tratado de Maastricht sólo puede acentuar esta diferencia. Por lo demás, los dirigentes socialistas que defienden el tratado y lo negociaron sólo pueden defenderlo evitando analizarlo. Se dice tanto que es malo -así lo afirma el sociólogo Edgar Morin-, como que no es sino un marco que tendrá que rellenarse mediante luchas sociales, que es vital como símbolo y por su valor propulsor. Lo que cuenta no es el texto, sino el contexto.

Es un curioso razonamiento que toma mucho prestado de los peores elementos ideológicos que marcaban la actitud de numerosos intelectuales -o del movimiento comunista- hacia la URSS. La Unión Soviética está cargada de defectos e incluso de aspectos inaceptables, se decía, pero lo que cuenta es el proyecto, el curso inexorable de la historia, el fin. Como si no se supiera ya desde Bernstein que todo está en los medios, y que el sentido de la URSS venía dado por los métodos estalinistas, igual que el sentido de Europa viene dado por el Tratado de Maastricht.

Evidentemente, ese tratado es la formalización de los aspec tos más negativos de la construcción europea, si se cree, por una parte, que el ciudadano tiene derecho a observar y controlar las decisiones, y, por otra parte, que el monetarismo no es la clave mágica del funcionamiento de la economía.

Basta con leer el tratado para convencerse de ello. Consolida el carácter oligárquico de las instituciones europeas. La confusión de los poderes -legislativo, ejecutivo-, el importante papel de los no elegidos, el mantenimiento de la marginalidad del Parlamento Europeo. Pero, por supuesto, lo más grave es el establecimiento, en el corazón de la Comunidad, de un Estado monetario independiente, el Banco Central, cuya dirección escapa de hecho a todo control, al empeñarse sus miembros en no solicitar ninguna instrucción de las instituciones comunitarias o de los Gobiernos. Y esos expertos son nombrados por un periodo de ocho años. Esa dirección debe asegurar la estabilidad de los precios, es el banco el que tiene el privilegio de fabricar dinero.

Esta rígida organización se ve reforzada por los criterios de convergencia económica que imponen a los diferentes Estados políticas de austeridad. Los institutos de previsión (los del banco de compensaciones internacionales, el FMI) ya advierten que estas políticas provocarán un recrudecimiento del desempleo.

Pues bien, esta orientación que despoja a los Parlamentos electos de todo poder de réplica y control no puede, a su vez, sino acentuar las divisiones sociales, agravar las tensiones, generar violencia, con tintes xenófobos o racistas. Es decir, que todo demócrata que considere que el auge del extremismo es uno de los mayores peligros que amenazan Europa tiene por fuerza que alarmarse ante las consecuencias sociales de las políticas monetarias de inspiración oligárquica que instituye el tratado. Si a esto se añade que el caldo de cultivo de los movimientos extremistas está constituido por la sensación de pérdida de papel político por parte del ciudadano, así como por la percepción, en el plano colectivo, de la pérdida de soberanía nacional, puede verse hasta qué punto están relacionadas las consecuencias de Maastricht y el auge de los brotes racistas. Cuando un ministro francés se atreve a decir, para desacreditar a los partidarios del rechazo a Maastricht, "los cabezas rapadas de Rostock votan no ", se olvida de explicarnos cómo las modalidades de la reorganización de la RDA (paro masivo, etcétera) han favorecido esta oleada de racismo.

¿Y qué ocurriría en Europa si Maastricht, oligárquico y monetarista, hace patentes sus efectos? Frente a esta realidad, saber que las fuerzas más retrógradas -el movimiento de Le Pen- votan no, no puede poner en cuestión el voto de un no de izquierdas.

El siglo XX nos ha enseñado que era necesario definirse sobre la base de los hechos reales, y no en función de ésta o aquella consideración política, en último término secundaria. Hubo un tiempo en que se acusaba a los que criticaban el comunismo de ser antisocialistas, al ser las fuerzas reaccionarias hostiles a la URSS. Algunos se dejaron intimidar por esa acusación y esa proximidad, y no se atrevieron a denunciar aquel totalitarismo. Por el contrario, era necesario, en el propio interés de las ideas de progreso, hablar de lo real tal como era. Porque al final lo real se impone a todo. Hoy hay una única pregunta: ¿favorece la letra -es decir, la realidad- del Tratado de Maastricht a las fuerzas de cohesión en Europa, o, por el contrario, incrementa la inquietud social, y acabará creando nuevas tensiones? Si la respuesta es lo segundo, como piensa una parte de la izquierda francesa, entonces importa poco quién vote si o no. Hay que rechazar este tratado que va a aumentar el desasosiego, el número de parados, las dudas acerca de la nación, y que alimentará a medio plazo a la extrema derecha xenófoba.

Max Gallo es escritor francés y fue ministro socialista de Cultura.

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