Siempre pasa nada
Lo malo de los referendos es que simplifican; al simplificar, radicalizan; al radicalizar, dramatizan. Y el próximo referéndum francés sobre Maastricht no es excepción a esta regla. Pero la realidad, por más compleja y menos dramática, excede con mucho a la simpleza de una pregunta, y por ello, cualesquiera que sea el resultado, ganen los síes o los noes, el mundo no se acabará el próximo día 20. Ni el triunfo del sí hará la unión europea ni la victoria del no desmantelará la arquitectura comunitaria.Si gana el no, es claro que se enterrará definitivamente el Tratado de Maastricht, pero no es menos claro que las normas fundacionales, el Acta única de 1986 y el acervo político y jurídico construido sobre estas normas seguirán en pie. Es decir, la Comunidad Europea tal como ahora la conocemos.
Afirmar lo contrario es una falacia, útil tal vez para asustar al electorado. Pero es evidente que el mercado único, y las políticas integradas, y las instituciones comunitarias, buenas, malas o regulares, se establecieron sin requerir y desarrollaron sin ni siquiera tender a lo acordado en Maastricht.
Si tal acervo es conveniente para los miembros de la Comunidad, es claro que no van a desdeñarlo (así lo ha dejado bien claro Dinamarca), y afirmar tal posibilidad equivaldría a reconocer que dicho acervo es tan inconveniente que sólo un avance irreversible por la vía de la inconveniencia pudiera consolidarlo. ¿Es esto europtimismo? Yo más bien lo llamaría euromasoquismo. En consecuencia, quienes pretenden el todo o nada y asocian al no francés nada menos que la destrucción de la Comunidad, e incluso la vuelta a los seculares enfrentamientos franco-alemanes, prestan un escaso servicio a la integración europea.
Pero la victoria del sí, pese a las apariencias, tampoco va a modificar mucho la situación, al menos por tres razones diferentes.
Primero, la ratificación francesa no resuelve dificultades que pudieran presentarse para la ratificación de otros Estados, y sobre todo no obvia el grave problema planteado por la no ratificación danesa. El tratado no puede entrar en vigor sin las 12 ratificaciones -así lo establece el Tratado de Roma y lo reafirma el propio Tratado de Maastricht-, y por de pronto se ha negado ya una.
Por otro lado, todo parece indicar que la victoria del sí o del no sería por un margen escaso, y es claro que si ello impide avanzar en el caso negativo, tampoco permite hacerlo en el positivo. La unión política es algo demasiado serio para construirse sobre la división por la mitad del cuerpo social. Y ello es aún más cierto teniendo en cuenta que el posible sí francés sería administrado, en su caso, por quienes no son precisamente adalides de la supranacionalidad.Pero más importante que estos razonamientos coyunturales jurídicos o políticos es el hecho de que Maastricht sea. un nuevo tipo de tratado de contenido futurible, entendiéndose por tal aquello para lo cual se posee nuda potencia, pero cuyas posibilidades son aún inexistentes.
En efecto Maastricht establece una unión política con cuatro contenidos fundamentales: la unión monetaria, la política exterior y de seguridad común, la incipiente ciudadanía comunitaria y la cohesión.
Ahora bien, la unión monetaria es la culminación de un proceso cuyos enunciados se reiteran todos los días, pero cuyas condiciones objetivas no parecen al alcance de la mano, como el pasado abril reconocieron los gobernadores de los 12 bancos centrales de los miembros de la Comunidad, y que hoy día, incluso, parecen todavía mas remotas. Más aún, al término de este proceso, una serie de automatismos abstractos pretenden sustituir la concreta realidad política, y, en el plano de esta realidad, es claro que importa cuáles son los Estados que hayan alcanzado las condiciones para realizar la unión monetaria y cuál sea su voluntad al efecto. No es lo mismo el peso de Italia que el de Bélgica, y el opting-out no es sólo una cláusula jurídica, sino una decisión.
En cuanto a la política exterior y de seguridad común, los mecanismos previstos en Maastricht, y cuya institucionalización comenzó en Lisboa, no bastan para obviar, por un lado, la disparidad de intereses, y por otro, el insustituible in grediente atlántico de la seguridad europea que el propio Maastricht, paladinamente, reconoce (véase Declaración 30). En la práctica, la PESC no irá más allá de la cooperación política europea, y ya será bueno que unos trámites tan complejos como lentos no la priven de funcionalidad en las aceleradas relaciones internacionales de nuestro tiempo.
El principio de cohesión, cuya importancia nunca se ponderará bastante, tropieza hoy por hoy con problemas técnicos y económicos difícilmente superables, manifiestos a la hora de acordar la financiación comunitaria. Ya sé que la cohesión va más allá de unos fondos concretos y es un principio que debe inspirar toda la política comunitaria. Pero no puede olvidarse que la escasez financiera va a lastrar la aplicaclión práctica de ese principio general.
Queda en pie la ciudadanía, sin duda algo muy importante y prometedor. Pero ¿cree el lector que la vida europea va a cambiar sensiblemente por la, en ciertos países más que restrictiva, extensión del sufragio activo y pasivo de los extranjeros comunitarios en las elecciones locales?
El sí de los franceses no va a crear fondos para la cohesión, ni provocar la convergencia económica, ni obviar la heterogeneidad de intereses políticos y estratégicos. De ahí que, por mucha que sea su importancia doméstica -por ejemplo, para el futuro de la clase política francesa- y sus efectos a corto plazo en la turbulenta coyuntura monetaria, el resultado del referéndum francés tenga en la historia de la integración europea un valor más de síntoma que de opción definitiva.
Cuando los comunitarios en Lisboa, o los primeros ministros español y alemán más recientemente, afirmaban que, pese a los noes, el proceso de integración europea seguiría adelante, afirmaban una verdad más profunda que la literalidad de sus propias palabras, porque reconocían que dicho proceso discurría al margen de las estrictas previsiones de Maastricht. Sólo así se explica que, aun sin entrar éste en vigor, el proceso de integración continuará, lo cual quiere decir también que si al fin entra en vigor, pasa poco más.
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