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La barca y el tren rápido

Mientras el Tratado de Maastricht divide a los franceses y pone en peligro la construcción de la Comunidad Europea, se multiplican los candidatos a la inmigración clandestina. No pasa un día, o habría que decir una noche, sin que haya personas que intenten atravesar el estrecho de Gibraltar para entrar en España y de ahí continuar hacia el norte de Europa. A los marroquíes se les unen actualmente otros africanos. Recientemente, la policía española interceptó un grupo de inmigrantes en el que había somalíes -algo que resulta casi natural teniendo en cuenta la situación trágica de hambre y desolación que vive Somalia- pero también surafricanos, lo cual resulta más extraño e inesperado. La sorpresa es enorme e indica una tendencia cada vez mayor hacia una migración que vendría del Sur más lejano hacia esta Europa que sigue constituyendo un importante polo de atracción.La medida de exigir visados de entrada para Europa resultó fatal. Ante un control sumamente severo, la gente acepta correr riesgos enormes que en ocasiones implican poner en peligro su vida. Las policías española y marroquí deben tener estadísticas de las muertes. Deberían hacerlas públicas, no tanto para disuadir a los futuros candidatos a la peligrosa travesía como para informar a las autoridades implicadas y alertar a la opinión pública sobre una situación de desesperación que además irá agravándose. Efectivamente, para el que ya no tiene nada que perder, para el que la vida es una derrota, tentar la suerte supone el último acto de una tragedia en la que él es el actor pero cuyos autores son sencillamente la injusticia, la sequía y el paro.

Lo que es extraño es la forma en la que cierta prensa presenta los hechos: cuando la policía detiene a candidatos a inmigrantes, se presenta a menudo como una victoria del derecho sobre la barbarie, una revancha del mundo desarrollado frente al subdesarrollado, un éxito de la perspicacia policial. Estos hombres, cuando no se les rescata ahogados, son retratados como bandidos, como criminales que han estado a punto de quitarle el puesto de trabajo a un buen europeo. Se les diaboliza. Gusta verles atrapados como ratas, es decir, gusta verles humillados, se les exhibe en televisión para tranquilizar al buen europeo, a quien parece decirse: "Mirad qué bien trabaja la policía, vela por vuestra seguridad, protege vuestro puesto de trabajo, el Sur no logrará invadir el Norte...". No es casualidad que un 62% de los españoles [según un sondeo del CIS] piense que los inmigrantes amenazan su puesto de trabajo. El racismo comienza con incidentes y después va adquiriendo mayores proporciones en los momentos de crisis económica. El racismo está basado en la ignorancia, en la ausencia de información, en el encubrimiento de la historia, en la deformación de la realidad.

El fin de este siglo estará marcado por las migraciones. Mientras Europa no coopere seriamente con los países del Sur para controlar este fenómeno, la gente en peligro hará cualquier cosa por entrar en esta fortaleza. Cuanto más se protege Europa, cuanto más se cierra, cuanto más se separa de sus vecinos del Sur -el Magreb-, más se desarrollarán la xenofobia y el racismo.

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África tiene hambre. África no interesa a demasiada gente. África no está de moda. Y, sin embargo, como subrayó el escritor francés Eric Orséna (premio Goncourt en 1988), consejero económico de Roland Dumas, Europa necesita a África. Occidente debe muchas cosas a este continente hoy olvidado. Algunos sólo conocen de África a estos pobres emigrantes clandestinos que tratan de encontrar un trabajo en España o en Italia. Para ellos, Africa son esas sombras vacilantes que vagan por las calles en búsqueda de un trabajo, por duro que sea. Se les ha dicho que los europeos se niegan a hacer determinado tipo de trabajos. Los africanos se ofrecen para hacerlos. Recoger las basuras, bajar a las minas, limpiar los cristales de los edificios ultramodernos, en resumen, llevar a cabo las tareas más duras.

Los magrebíes, por ejemplo, no se sienten demasiado extranjeros en España. Pero saben que no son bien recibidos. Sienten que están pagando el precio de la construcción europea, o al menos que no se les necesita. España, con una vieja tradición de emigración, debería en principio comprender más fácilmente la situación de estos millares de personas que hacen todo lo posible por emigrar. Pero España, sobre todo desde que se ha unido al grupo de la Comunidad Europea, tiene mala memoria. Digamos que tiene una memoria selectiva. Ha olvidado la época en que cientos de miles de españoles atravesaban la frontera francesa para ir a trabajar o, en algunos casos, para exiliarse. Como suele decirse, al nuevo rico no le gusta acordarse de los tiempos en que era pobre e infeliz, ni tampoco que se los recuerden. Y los inmigrantes magrebíes de hoy recuerdan demasiado el pasado de esta España que se ha vuelto democrática, desarrollada y, sobre todo, que se ha subido al tren europeo, un tren que va deprisa, un tren que no tiene tiempo de esperar a los rezagados, un tren con dirección única, que se dirige al Norte. Y de pronto nos enteramos de que en el Norte está también el Este, un Este pobre, desorientado, un territorio donde el racismo brota en todo su horror. Rostock es un símbolo trágico de este despertar del Este. Así que el pobre magrebí puede estar tranquilo; sólo tiene que esperar a que su país se desarrolle y le dé trabajo.

Maastricht es el tratado de un nuevo nacimiento: el de una Europa fuerte, capaz de hacer frente a los desafíos norteamericanos y japoneses. Para consolidar su poder, cerrará sus puertas y ventanas. No dará cabida a los sentimientos; tendrá que ser necesariamente injusta con los países del Sur. Tiene otras prioridades. Ésta es la verdad. Esto es lo que habría que decirles francamente a todos esos desgraciados que cruzan el Estrecho arriesgando sus vidas. Decirles: "Europa se ha replegado sobre sí misma; ya no necesita trabajadores inmigrantes; ya os avisará cuando los europeos se nieguen a recoger las basuras o a bajar a las minas. La desigualdad y la injusticia forman parte del orden de las cosas; esto no tiene nada que ver con la moral. ¡De todos modos, los políticos se ríen de la moral!"

T. Ben Jelloun es escritor marroquí, premio Goncourt de novela en 1987.

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