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La muerte de Montaigne

Je me deffens de la temperance comme j'ai fait autresfois de la volupté. Elle me tire arrière, et jusque à la stupidité. Or je vous estre aistre de moy. A tout sens. (Essais: III, V.)

La muerte viene siempre disfrazada de fin de siglo, de terror milenario, de lobo sin principios, de hoz igualitaria que a todos siega por igual altura, reyes frágiles, pequeños presidentes, diputados solícitos, notarios incorruptos y tenderos. Qué siembra gloriosa, oh dioses, y qué cosecha óptima. Los neonazis de la Alemania del Este, los niños de Somalia y Mozambique, los niños como perros callejeros asesinados en las calles de Río, las personas sin nacionalidad ni nombre ni etiqueta muertas de igual manera por todos los expertos en limpieza de sangre de la ex Yugoslavia.

Menos mal que en España hemos tenido la superpaz floral de los Juegos Olímpicos o la olímpica paz de los juegos florales, que ya han pasado del olvidado Píndaro a la gran Coca-Cola para gloria indeleble del sin par Occidente y mayor promoción de un pálido o vetusto promotor de sí mismo. Desde el descubrimiento de América por los vikingos, nunca nos habíamos sentido los españoles tan grandiosos e históricos como en el momento de encender la antorcha olímpica con el truco sabido del arco y del butano.

El interregno de la paz floral, de haberlo habido, fue poco duradero. ¿Efímero o ficticio? No sabemos. La danza de la muerte continúa con los mismos compases. El presidente-candidato-a-presidente for all seasons propone a su país un lema juvenil, osado y nunca visto: dios, tradición, familia. Como Petain o como Franco. Viva. Porque tal vez sea, en efecto, lo único que viva.

La muerte infiltra con desusado afán o pertinacia la recta final en la que expira el siglo. Parecería como si todos debiéramos hacer mutis antes que anochezca, según lo hizo el cubano inolvidable Reinaldo Arenas. Pero ahora ya, acaso, haya anochecido y estemos en una larga mesa de difuntos brindando con las copas desbordantes de funeral ceniza.

Sin embargo, en nuestra brillante civilización, tan parecida a la de Roma en tiempo de las gallinas del emperador Rómulo Augústulo, la muerte se trivializa fácilmente, se convierte en información reiterada, en imagen sobada por los telediarios o los diarios simples, en rótulo espectacular o en estadística. Sin duda, hay muerte a mares, pero hay también un sutil modo de birlarla, de ofrecerla y borrarla para dejar lugar a un nuevo espacio de noticias. Falta, desde el terreno del pensar, si tal terreno hubiese todavía, una meditación sobre la muerte.

¿Supondría eso, entre otras cosas, la inexistencia real de la filosofía? Cicerón, en las Tusculanas, recuerda que, según Sócrates, toda la vida de los filósofos es una meditación sobre la muerte. Diversos humanistas de los siglos XV o XVI, Erasmo entre ellos, prolongaron ese pensamiento, pero la cita proviene en este caso del famoso capítulo XX de los Ensayos de Montaigne (Que philosopher, c'est apprendre à mourir) escrito a partir de lo que acaso fueran las últimas palabras recibidas de La Boétie, el amigo ya agonizante: "Remito a la muerte en el ensayo del fruto de mis trabajos. Allí veremos si mis discursos salen de mi boca o de mi corazón

Remisión a un momento de suprema transparencia. Meditación sobre la muerte y condicionamiento por la muerte, que permiten verla sin terror y con naturalidad. El que habla es un intelectual, desacreditado término, el primer espeleólogo de la subjetividad en el mundo moderno: "El estudio y la contemplación retiran de algún modo nuestra alma de nosotros y la separan del cuerpo, lo que es aprendizaje y semejanza de la muerte"; de ahí que toda la sabiduría consista, a fin de cuentas, en "enseñarnos a no temer en absoluto morir".

¿Por qué Montaigne? Por infinitas razones, una de ellas incidental: tal día como hoy, en el año de gracia de 1592, murió Michel Eyquem en su castillo de Montaigne. Era hijo de Pierre Eyquem y de Antonieta López o Louppes, rica descendiente de judíos españoles. Por vía materna, el cuarto centenario de la muerte de Montaigne enlaza así con nuestro quinto centenario (1492) y del aplastamiento de los mejores. No es un motivo menor para justificar su evocación.

¿El pensar de la muerte evitaría así la muerte? Sin duda, no; pero da lugar a otras formas de vida. Tal es toda la diferencia, radical diferencia, de su tiempo y el nuestro. He aquí uno de los contenidos sustanciales de esas formas de vida: "La premeditación de la muerte es la premeditación de la libertad. Quien aprende a morir, desaprende a servir". Y aún: "Vuestra muerte es una de las piezas del orden del universo; es una pieza de la vida del mundo".

Vivió Montaigne un tiempo doloroso o cruel, como todos los tiempos. En 1572, la matanza de los hugonotes, conocida como la massacre de la Saint Barthélemy, desencadena en Francia la insurrección de La Rochelle y la guerra civil, guerra religiosa, guerra de integrismos desigualmente armados, que iba a durar hasta 1574. Curiosamente, es ése el momento en que Montaigne, dividido entre la proximidad a la vida pública y la exploración íntima de su vida personal, empieza la escritura de los ensayos, que van a tener tan cierta y singular gravitación en las letras europeas.

El periodo de escritura de los tres libros de los Ensayos está entretejido por la participación de Montaigne en la vida política, activa participación que lo lleva, entre otras cosas, a la alcaldía de Burdeos, y por la irrenunciable soledad de la lectura y de la actividad intelectual. Es este doble corte oblicuo de Montaigne el que nos interesa. Había aún entre el hombre de poder y el hombre de cultura una identificación posible. Por supuesto, tal identificación parece para siempre rota o es sólo hoy simple caída en el esperpento o la parodia.

Alguien ha recordado hace poco un rap feliz de algunos años atrás donde se arremetía contra la reducción o tópico académico de Montaigne y del famoso amigo tempranamente muerto: Quel souci, Montaigne et La Boétie. Los tiempos van deprisa, se disuelven sin cesar en el aire del tiempo que infatigable los devora. Por eso, sin mirar hacia atrás, nos gusta repetir el mismo dístico (Quel souci, Montaigne et La Boétie), pero con sarcasmo menor, con mayor melancolía.

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