Bajo tierra en Sarajevo
Penurias y consuelos de cinco meses en los refugios de la capital bosnia
"¿Dónde estáis ahora, viejos amigos, cuando Bosnia está muriendo? No puedo oír vuestra voz". En el refugio del café del Lago, en el centro de Sarajevó, tres familias cantan una canción de guerra que parece una triste melodía dálmata. Y cuando tocan palmas, es como si los sefardíes expulsados de España resucitaran en la noche bosnia. "Sevilla, Jerusalén, Sarajevo", dicen con nostalgia de no se sabe qué paraíso. La ciudad se vuelve invisible en cuanto anochece. Sólo si se camina despacio por las calles desiertas se descubren luces que titilan en los ventanucos de los sótanos, y bultos agazapados en las puertas. Son los habitantes del subsuelo.
De los 750.000 habitantes de Sarajevo, cerca de 400.000 resisten en la ciudad y en los alrededores. El resto, salvo los cerca de 3.000 muertos, ha huido. La mayoría de los habitantes de la capital bosnia se resguarda de los bombardeos viviendo una existencia de catacumbas: garajes, sótanos, escaleras, trasteros y cafés bajo el nivel de la calle han sido convertidos en refugios. Allí pasan casi todas las noches y buena parte del día, alumbrados por temblorosas lamparillas y candelas, los habitantes de una hermosa ciudad coronada de mezquitas, sinagogas y catedrales. Cristianos ortodoxos y católicos, musulmanes y judíos comparten ahora las catacumbas de Sarajevo.En el número 26 de la calle Vasa Miskina, en el viejo Sarajevo, está la casa de Alma. Un mortero reventó la puerta. "Cayó 20 segundos después de que yo saliera". Al final de un pasillo de 15 metros con alto techo de medio punto había un jardín, ahora es un cuajarón de polvo. Sobre un muro yace un ejemplar carbonizado de la Biblioteca Nacional, bombardeada hace una semana. Levantar la vista es como contemplar la lepra extendiéndose por la ciudad: edificios, tejados, fachadas, balcones carcomidos por las bombas.
El nivel de la calle es la frontera entre dos mundos. En el subsuelo, los vecinos de la finca se preparan para pasar otra noche más, convertidos en sombras, alumbrados por lámparas de aceite, como en la Edad Media, fumando en la oscuridad. Mirjana es una serbia delgada, vestida de negro de pies a cabeza. Su marido, croata, murió en combate. Su hijo, herido en el frente, está en el hospital. Ella vivía en el último piso. Ahora no abandona el sótano. Se saca la llave del mandil y abre la puerta de su casa, sin decir una palabra. Al otro lado no hay nada: arriba el cielo, abajo los escombros.
Las paredes terminan a la altura de la cintura y si se ignora la destrucción, el atardecer de agosto en Sarajevo entibia el alma: una niebla de oro tiñe los alminares y la Torre de los Relojes, que está casi intacta.
La herida de la guerra
La voz de Ziba es como un bálsamo en la oscuridad. El café del Lago, abierto en marzo, apenas un mes antes del comienzo de la guerra, pronto se convirtió en una catacumba, a la que hay que bajar tanteando las paredes con las manos y los escalones con los pies. Allí pasan la mayor parte de su vida tres familias. Ziba tiene 43 años y el pelo negro y rizado de una gitana húngara. "Los niños han tenido que hacerse hombres de repente y esa herida les quedará para siempre en la memoria". Hamo tiene 56 años y no ha olvidado: "Durante la. II Guerra Mundial parte de la ciudad fue destruida. Entonces hubo grandes batallas en los bosques, pero estuvimos en los refugios cuatro o cinco veces, y ahora llevamos casi 150 días". Edim, con 18 años, es un soldado recién regresado del frente. Tiene un ojo vendado. "En primera línea sé donde están ellos y ellos saben dónde estoy yo. Aquí, en la ciudad, es mucho peor. Las bombas y los disparos pueden venir de cualquier parte". Pero Edim no ha perdido el humor. "Gracias a la guerra hemos perdido barriga", declara ante el regocijo general.
El refugio del Lago es uno entre miles, madrigueras húmedas y oscuras donde los habitantes de Sarajevo guardan un silencio angustiado cuando afuera llueve hierro. Mañana saldrán a ver los destrozos, a ver qué ha quedado de sus casas. N¡yat, un estudiante de bachillerato que quiere. ser abogado criminalista, dice que en el. barrio no hay agua corriente ni electricidad. "Nos lavamos por partes, con agua fría que traemos de la fuente de la mezquita".
Gente amigable
La mezquita de Ferhadija, con un pequeño cementerio musulmán, de cipos y lápidas blancas, en medio de la ciudad. Uno de esos luminosos cementerios musulmanes. "En verano solía ir a la playa con mis amigos, en Split o en Rijeka. La gente de Sarajevo somos merhametli, gente amigable y con buen humor. No nos gusta guerrear. Pero amigos míos, con los que iba a la misma escuela, se han convertido en chetniks y están bombardeando su propia ciudad. Somos como cerdos que llevan al matadero".
El contador de historias se llama Ahmed, tiene 12 años y los ojos de Buster Keaton. Su técnica es muy sencilla: se inventa un viaje: a Londres, a Estambul o a Madrid, e improvisa. Entre el mimo y la voz pide una pizza en Londres y se encuentra con que no tiene dinero para pagar, así que encarga al amigo que le acompaña que friegue los platos. En España demuestra sus habilidades como torero aterrado que no sabe qué hacer con la muleta. Todos ríen divertidos y aplauden la faena. Es una forma de pasar el tiempo que se hace eterno en la oscuridad de las catacumbas.
Gracias a la guerra, Sarajevo es la ciudad desde la que se divisan más estrellas del mundo. Cuando calla la artillería serbia, ni una luz, ni un ruido. La ciudad más oscura y silenciosa del mundo. El manto de estrellas parece una forma extremada de la compasión. No sirve para nada, pero es muy hermosa.
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