Huelga y coacción
LA HUELGA del transporte de mercancías por carretera convocada con carácter indefinido a partir de mañana no ha sido asumida por la totalidad del sector, e incluso algunas asociaciones de transportistas se han opuesto enérgicamente a ella por considerar que entorpece, más que favorece, los esfuerzos por racionalizar el sector. Sin embargo, esa ausencia de unanimidad no garantiza la limitación de los efectos sociales de la movilización. La experiencia de la desastrosa huelga de octubre de 1990 indica que no es el carácter mayoritario o minoritario de los convocantes, sino su poder amedrentador, lo que determina el alcance de la movilización.Pero aquella misma experiencia fue determinante en la decantación de la opinión pública en favor de una actitud más enérgica de los poderes públicos contra comportamientos abusivos como los que entonces se produjeron. La nueva Ley de Seguridad Ciudadana ofrece el marco legal para impedir que el libre ejercicio del derecho de huelga por parte de unos se convierta de hecho en algo obligatorio para todo el sector por la vía de la coacción. Y, sobre todo, la ley está para evitar que los huelguistas coarten el derecho de los ciudadanos en general a circular libremente por las carreteras.
Algún portavoz de los convocantes ha manifestado estos días que su intención no es entorpecer la circulación de los automóviles particulares, pero a la, vez ha reconocido que habrá piquetes informativos. Tales piquetes, entre cuyos argumentos figuré la realización de pintadas con la palabra esquirol en los vehículos que no obedecían sus consignas, provocaron hace dos años un caos considerable en todo el sistema de comunicaciones y abastecimientos. La patronal CEOE fijó -es posible que con alguna exageración- en unos 50.000 millones de pesetas el coste de ese caos, que duró 11 días y provocó el cierre temporal de algunas empresas, especialmente del sector de automoción, por falta de suministros.
La discusión sobre la mayor o menor representatividad de los convocantes es, por tanto, relativamente secundaria: bastan unos cientos de camiones estratégicamente situados para paralizar un país. Y el ejemplo francés está demasiado cercano como para olvidar lo! efectos en cadena que un colapso de las carreteras puede causar a la economía nacional.
La nuestra no está como para colapsos y paralizaciones de la producción. Los camioneros tienen problemas. También muchos otros ciudadanos, y no por ello se consideran legitimados para poner el país patas arriba. Las reivindicaciones planteadas por los convocantes mezclan aspiraciones que parecen razonables -la eliminación de las empresas piratas- o dignas de consideración y negociación -el adelanto de la jubilación a los 60 años- con otras cuya valoración resulta más difícil, como esa de que se reconozca la presión fiscal que sufre el camionero a través del impuesto al combustible: ni el más radical ultraliberal podría pretender que el equilibrio entre impuestos pagados y servicios recibidos se estableciera sector por sector.
Alega el grupo promotor de la movilización -una especie de comité de huelga constituido en 1990 y que ha seguido funcionando desde entonces para vigilar el cumplimiento de los acuerdos- que algunos de los compromisos han sido vulnerados por la Administración. El hecho de que organizaciones opuestas a la huelga sostengan también esa acusación avala su verosimilitud. Pero esos sectores consideran que el marco para la resolución de los problemas del sector -muchos de ellos relacionados con su atomización: el 80% de los transportistas son propietarios de un único camión- es el plan nacional del transporte por carretera, aprobado en julio pasado. De ahí que los sectores opuestos a la huelga sospechen que los convocantes buscan no tanto hallar salidas viables a sus problemas como realizar una demostración de su capacidad para provocar una gran conmoción.
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