Neoliberales y socialdemócratas
No es autoflagelación convenir que, durante los últimos 10 años, el ideario de la izquierda europea en algunas cuestiones económicas ha ido retrocediendo, de una trinchera a la anterior, renunciando a algunos dogmas, pero todavía aferrándose a otros.Quisiera en este artículo sugerir la conveniencia de que la izquierda se retire ya de todas las posiciones que tarde o temprano ha de abandonar; que rompa definitivamente con dogmas inservibles; que establezca, en la disputa entre izquierdas y derechas, un terreno de juego más sólido, nítido y solvente.
Diversos sectores de la izquierda española han solido reprochar a la nueva derecha (por ejemplo, al neoconservadurismo británico, a la falta de referentes serios más próximos) sus afanes privatizadores. Pero esta crítica tiene algo de infantil y dogmática: las privatizaciones hoy son tareas instrumentales indispensables, casi diría tareas de obligado sentido común. El debate de ideas no puede entablarse en torno a estas grandes palabras: los conflictos están, sencillamente, en otros pagos. El debate entre izquierdas y derechas se debería centrar, como luego se verá, en el tamaño del Estado, en la universalidad de los derechos ciudadanos y en la ingeniería social que se realiza desde el poder.
Nos encontramos en una época histórica en la que los tres focos de atención de la política económica, sea ésta de la inspiración que sea, son las tensiones inflacionistas, la productividad del sistema económico (o la competitividad) y la persistencia del desempleo. Estos tres focos de tensión pueden ser considerablemente aliviados mediante la resolución de otro problema, a saber, el reto de la eficiencia pública. Preocuparse por estos tres temas, y como envolvente global por el tema de la eficiencia pública, es el abecé de cualquier política económica técnicamente adecuada y efectiva.
Este tipo de verdad técnica (que equivale a decir cosas como que para pintar miniaturas se necesitan pinceles muy finos) debe ser frontalmente admitida. Otra cosa es cómo se consiguen tales objetivos. Pero aceptados éstos, del mismo modo se deben aceptar sus consecuencias: una de ellas, que es inútil y equivocado el intentar que las empresas públicas sirvan como instrumento de racionalización del mercado o de redistribución de la renta.
La virtud racionalizadora en el mercado que pudieran tener las empresas públicas se puede cumplir con creces mediante normas y regulaciones, más baratas y eficaces. Los intereses de los sindicatos bien pudieran ser respetados en el tránsito de las privatizaciones. Las privatizaciones pueden aumentar la tasa de ahorro privado del país. Las empresas privatizadas pueden contribuir a los ingresos del Estado, vía, impuestos, en vez de suponer un gasto no eficiente anual de importantes cantidades de dinero público. En verdad, el problema relevante no es si hay que privatizar, sino cuándo se realizará el proceso. Y en este sentido no hay vuelta de hoja: el "demasiado tarde, demasiado poco" por mor de no acelerar con sobresaltos el cambio de ideas en el público de centro-izquierda (incluyendo al sindicalismo) conducirá irremisiblemente a malas ventas futuras y a pérdidas evitables de dinero público durante años.
Si la privatización de empresas públicas es un tema tabú, aún lo es más el de la privatiza ción de la gestión de servicios públicos. Conceptualmente, sin embargo, el asunto no ofrece ninguna duda: lo verdadera mente sustantivo para que exista un Estado de bienestar no es quién suministra los servicios públicos, sino si el Estado garantiza su financiación y su previsión a todos los ciudadanos.
Lo esencial es que el servicio exista, lo instrumental y accidental es su producción y suministro, que puede ser en muchas ocasiones realizada por la iniciativa privada.
Muchos sectores de la izquierda (por ejemplo, en el Reino Unido) no se, han planteado en serio esta distinción conceptual y se han rasgado las vestiduras ante medidas instrumentales de colaboración pública-privada que, de hecho, han aumentado la eficiencia en el gasto público. Con ello han hecho un gran favor a los conservadores-reformadores británicos, pues no se puede hacer mayor favor al adversario que colocar la razón de su parte. Y lo que es peor, haciendo esto no han centrado todos sus esfuerzos en el verdadero debate, como más adelante expondré.
Establezcamos, Pues, la conclusión provisional de que las privatizaciones de empresas púbicas y las privatizaciones de la gestión de servicios públicos son problemas instrumentales, carentes en sí mismos de carga ideológica y política, y que, por tanto, tan asumibles son desde el neoliberalismo como desde el socialismo democrático. Convendremos que esta conclusión abre, a su vez, otro nuevo interrogante: si éstas no, ¿cuáles son exactamente las fronteras entre el neoliberalismo y la socialdemocracia? Abandonadas las falsas trincheras, ¿en qué campo abierto se ha de plantear con solidez el antagonismo entre estas dos filosofías, de la acción política?
Es apropiado introducir aquí algún aspecto relevante del pensamiento político-económico de Hayek. Hayek debe ser considerado como el padre del radicalismo neoliberal: fue él, sin duda, quien realizó un truco que debería ser desentrañado y que nunca podrán agradecer lo suficiente los políticos e intelectuales de derechas: metió en su sombrero el benéfico liberalismo político y lo sacó transformado en radical liberalismo económico. Dice Hayek en su Fundamentos de la libertad: "Las responsabilidades que podemos asumir deben ser siempre particulares, y pueden referirse sólo a aquéllos de quienes conocemos hechos concretos ( ... ). Uno de los derechos y deberes fundamentales del hombre libre es decidir qué necesidades y qué necesitados se le antojan más importantes".
En esta sentencia, como en pocas, se recogen los fines verdaderos del neoliberalismo: por un lado, el ideal del Estado mínimo que para nada se debe inmiscuir en propiciar la igualdad de oportunidades u organizar la solidaridad colectiva, pues si lo hiciera "es casi cierto que la libertad se destruirá mediante usurpaciones fragmentarias". Por otro lado, la idea de que las cuestiones de solidaridad o redistribución son responsabilidades y derechos ciertamente no generalizables, y cuanto menos universales, mejor.
Pues bien, se puede argüir con bastante justificación que en el Reino Unido los procesos de privatización no sólo han sido puestos en marcha para aumentar la eficiencia pública; además, han sido aprovechados para, aproximarse, precisamente, a los fines señalados: en primer lugar reducir en lo posible el tamaño del Estado, y en paralelo ir minando el carácter universalista de las políticas de bienestar público.
Estos dos objetivos se han podido ir cumpliendo por estar acompañados de una ingeniería social tremendamente efectiva, que ha laminado el poder social dé los sindicatos y de todo tipo de institución social cohesiva y ha alimentado cuidadosamente, mediante políticas como las fiscales y las de vivienda, la prosperidad material de las clases medias y los sectores mejor situados de los trabajadores, procediendo a continuación a incentivar su salida de los sistemas públicos universales de bienestar: y es así como los derechos sociales de los ciudadanos británicos, que como tales derechos han de ser universales, han entrado en una recta terminal.
La disputa entre izquierda y derecha, entre socialismo democrático y neoliberalismo, no puede quedarse en el terreno de las privatizaciones de empresas públicas o de la privatización de la gestión de servicios públicos. En este terreno todos deberíamos convenir que el reto de aumentar la eficiencia pública las hace en principio positivas. Y en conviniendo eso, se debería pasar a la letra pequeña, a cómo se llevan a cabo, pues es ahí donde se pondrá de manifiesto la verdadera disputa entre izquierda y derecha: la disputa sobre si hay que reducir sistemáticamente o mantener el tamaño del Estado, es decir, el nivel de recursos que se destinan a organizar desde las instituciones democráticas la solidaridad y la lucha contra las desigualdades; la disputa de si queremos unos derechos de bienestar universales para todos o tan sólo la sopa de los pobres; la disputa de a qué sectores de la sociedad dirigimos nuestra ingeniería social.
En el fondo, se trata de la contienda entre aquellos para los que la libertad individual es el principio exclusivo y excluyente de organización social, mientras que para otros la libertad individual, siendo patrimonio de todos, incluye necesariamente los ideales de igualdad y fraternidad. Se trata de la disputa que desde hace tiempo vienen manteniendo los dos vástagos del liberalismo político. Pues como el mismo Hayek, guiado, por encima de todo, por su apasionada e ingenua honestidad intelectual, paradójicamente, señaló: "Tan hijo del liberalismo político es el liberalismo económico como las diversas versiones del racionalismo social, de la socialdemocracia. Sólo cuando tal disputa se haya zanjado de modo incontrovertible, no existirá ya diferencia entre neoliberalismo y socialismo democrático y habrá llegado, cuando menos, el fin de una historia".ç
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