Capitalismo chino
LAS REVUELTAS que tuvieron lugar en la ciudad de Shenzhen, próxima a Hong Kong, entre el 8 y el 11 de agosto, suponen un caso sin precedentes en la historia reciente. Un millón de ciudadanos chinos llegados de todo el país hacían cola para. optar a la compra de acciones de 14 compañías que las autoridades habían decidido privatizar. Al ver que no iban a poder comprar los ansiados certificados (que luego dan derecho por sorteo a la adquisición de las acciones), los revoltosos acusaron a la policía y a las autoridades de guardarse para sí las acciones y de engañar a las personas que esperaban en la cola.Al grito de "¡Abajo la corrupción!", miles de personas atacaron coches y edificios, la policía disparó, hubo muchos heridos, incluso se dice que uno o dos muertos, si bien las autoridades lo desmienten. En todo caso, la Bolsa de Shenzhen (que en China sólo compite con la de Shangai) tuvo que cerrar y el Gobierno de Pekín decidió ampliar la venta de acciones.
La importancia de estos hechos es que nos hacen ver, como en un núcrocosmos, las enormes contradicciones de la situación presente de China. Frente a un sistema político aferrado a la ideología comunista, el auge del sector privado de la economía ha sido en el último año impresionante. Hoy, el 80 % de los precios -según los propios economistas oficiales- son fijados por el mercado, no por el Estado. El crecimiento del producto nacional bruto en las provincias costeras -donde se desarrollan los experimentos más avanza-dos de economía libre- ha sido del 13% en el último año. Ello ha generado, en un proceso tan lógico como inevitable, el nacimiento de una clase media deseosa de integrarse cuanto antes en una economía capitalista. En esta transición, el pragmatismo chino vuelve a encontrarse a sí mismo. Así se explica que aparezca de pronto un millón de chinos que se amotinan para imponer su derecho a convertirse en accionistas. Que en el único gran país comunista que queda en el mundo la gente se manifieste para hacerse capitalista es un símbolo bien expresivo del actual momento histórico.
Otro dato fundamental, de cara al futuro, es la penetración acelerada en el aparato del partido comunista, y en todo el sistema estatal, Ejército y policía incluidos, de la voluntad de hacer negocios, del espíritu de lucro. La obsesión por ganar dinero -sobre todo dólares- se impone por doquier. El hotel más lujoso de Pekín es propiedad del Ejército, que lo comparte con una empresa extranjera. Varios ministerios, incluso el Servicio de Seguridad, son dueños de hoteles, tiendas y lucrativas empresas de comercio exterior. Hay agencias especiales para gestionar prólogos para libros, o declaraciones escritas de altos dirigentes, útiles para los autores que quieren cubrirse ante la censura, o para la publicidad de tiendas o productos: los altos dirigentes cobran unos 1.000 dólares.
Esta marcha económica hacia el capitalismo parece imparable. El propio Deng Xiao-ping la impulsó cuando, a comienzos de este año, presentó los avances capitalistas en las zonas costeras como "un ejemplo" a seguir. Ahora los propios aparatos que debieran impedir tal evolución están carcomidos desde dentro. Al equipo dirigente le queda, sin duda, un argumento válido: ha mantenido -frente al descalabro de la URSS- la unidad y cohesión de China. No es pequeña cosa. Es cierto que en China no hay -salvo en Tíbet- serios problemas nacionalistas, pero sí ha conocido etapas de dispersión, con diversos Gobiernos o señores de la guerra que se repartían el país. Por eso la preocupación por mantener un país unido es lógica: pero hacerlo a base de mantener una costra comunista, con zonas muy costosas de estatalismo económico, resulta completamente anacrónico. El congreso del Partido Comunista Chino, convocado para este otoño, permitirá saber si hay hombres realistas dispuestos a amoldar un Estado decadente a una sociedad dinámica.
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