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Días de perros

Julio Llamazares

Este verano habrán sido abandonados en España, a tenor de las últimas estadísticas, alrededor de 50.000 perros. De ellos, cerca de la mitad habrá muerto intentando volver a sus hogares, y el resto acabará, tras vagabundear durante un tiempo por las ciudades o por el campo, en manos de cualquier desaprensivo o, en el mejor de los casos, en los hornos crematorios de los mataderos municipales. Los del verano son, pues, días de perros para muchos de esos animales.Su tragedia, sin embargo, comienza normalmente mucho antes. El niño de la casa ve un buen día un anuncio en la televisión en el que un perro hace malabarismos anunciando una bebida o la programación televisiva de la semana y enseguida pide uno de verdad para entretenerse él enseñándolo. El perrito, claro está, no aprende nada -ni falta que le hace-, pero lo que sí hace es crecer, y engordar, y ladrar, y hacerse grande, y así, cuando llega el verano, se ha convertido ya en un estorbo, como la suegra o el abuelo, para ir con él por ahí de viaje. Es entonces cuando el padre de familia, que nunca fue partidario del todo de tener el perro en casa, lo mete en el maletero del coche y lo deja abandonado en cualquier parte. Antes de que llegue a casa, lo normal es que el perro ya haya sido atropellado.

El abandono de perros que de manera masiva se produce cada año en toda España no es sino un síntoma más, ni siquiera el más grave, del cariñoso trato que los españoles seguimos dando a los animales, pero, también, y en igual grado, del egoísmo que dirige últimamente la mayoría de nuestros actos. No lo abandones. Él no lo haría decía ingenuamente la campaña que, con la foto de un mastín abandonado en la mitad de una autopista, las autoridades españolas emprendieron este año con el fin de apelar a la conciencia de la gente para que no abandonara a sus perros en verano, ignorando que muchos de ellos acababan de abandonar al propio padre en la sala de urgencias del hospital más próximo, sin que realmente tuviera nada, o en la gasolinera de al lado de su casa. Este país, está claro, nunca, pasará de democristiano.

Hace ya 12 años que convivo con un perro (con una perra, para ser exactos) y puedo asegurarles que poca gente me ha dado en la vida tantas satisfacciones sin pedirme nada a cambio. Como todos los de su especie, mi perra es fiel, leal, inteligente, cariñosa (a veces demasiado), amiga de mis amigos y celosa de la casa, y, por si fuera poco, reúne, además, otras dos virtudes que cada vez escasean más entre los humanos: es discreta y te deja trabajar, y, al contrario que las mujeres que yo conozco (supongo que con los hombres ocurrirá otro tanto), mientras más tarde vuelves a casa más alegre y contenta te recibe. Yo la quiero y la trato con cariño, y aunque, evidentemente, no llego a tanto como esas viejas inglesas que les dejan en herencia a sus caniches todas sus cuentas bancarias o les ponen mientras viven peluqueros y criados, entiendo que haya gente que ame a sus perros más que a sus propios hermanos. Al fin y al cabo, al perro lo eliges tú, y lo educas a tu gusto y semejanza, y los hermanos te vienen dados.

Sé que a muchos les parece enfermiza e incluso atentatoria contra la dignidad humana esta relación nuestra de los que tenemos perros y los cuidamos en lugar de tratarlos como a tales, esto es, con distancia y a patadas. Con la cantidad de niños huérfanos que hay en el mundo, dicen, es un pecado que haya gente que se dedique a cuidar animales. O bien: con el hambre que hay en Somalia y tú dándole al perro carne. Cuando oigo cosas de éstas, me acuerdo de un vecino de mi padre que, cada vez que se ponía a comer y el perro se sentaba frente a él para ver si caía algo, le negaba hasta las sobras de su plato con la disculpa de que había gente muriéndose de hambre. Al final, el que se murió de hambre fue el perro, sin que, que se conozca, con su abstinencia forzosa salvara la vida a nadie. Porque una cosa está clara: ni los perros tienen la culpa de que haya niños abandonados (al revés: suelen ser ellos los únicos en acompañarlos), ni, aunque los matáramos a todos (a los perros, no a los niños), dejarían por ello en Somalia de seguir pasando hambre. Por lo que yo conozco, quien desprecia a los perros suele despreciar también a sus semejantes.

Dicen los antropólogos que uno de los baremos para medir el grado de desarrollo de un pueblo es el trato que da a los animales. Si eso es verdad, los españoles no salimos, ciertamente, demasiado bien parados. Al margen de las corridas, cuya existencia no se puede ni siquiera criticar porque, según se dice, forman parte de la propia esencia hispánica (como a mí no me gustan, debo de ser italiano), son infinitas las fiestas en las que los españoles manifestamos nuestro particular cariño hacia los animales: despeñamientos de cabras, alanceamientos de toros, apedreamientos de gatos y hasta decapitaciones de gansos arrancándoles el pescuezo de cuajo. Eso sin contar las bromas que, por los pueblos de España, les suele gastar la gente a los pobres y sufridos animales. De todos ellos son sin duda los perros los que, por su bondad e inveterada mansedumbre, suelen llevarse la peor parte. De ahí lo de perra vida de la que hablamos a veces para referirnos a ella cuando nos vienen mal dadas. Sólo si el perro es humano, esto es, si hace cosas que a los hombres nos parecen admirables, como volver andando de Gijón a Zaragoza o salvarle la vida a un niño extraviado de su casa, merecerán la consideración y el respeto generales. Lo que equivale a ignorar que lo que verdaderamente un perro puede aportamos es esa dimensión primaria, leal y desinteresada que hace que, efectivamente, al contrario que nosotros, él nunca nos fallaría ni jamás nos dejaría abandonados.

Julio Llamazares es escritor.

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