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Italia, Italias

Mientras que los argelinos, voluntariamente crueles consigo mismos, se han preguntadono si ellos se libanizarían, sino si los libaneses iban a acabar temiendo que su país se argelinizase, nuestros italianos, más masocas que nadie, temen no ser ya dignos de Europa. Temen que nadie quiera acoger en las instituciones comunitarias a un tunante que llama a la puerta de los burgueses llevando el fardo explosivo mafioso-siciliano. "¿Seguimos siendo lo suficientemente dignos de nuestro pasado como para imponernos en la Comunidad?", se preguntan los mismos que hace unos años dudaban de que Portugal y sobre todo Grecia pudieran merecer ese honor. Los italianos están hoy perdidos, extraviados, humillados. ¿Existe Italia? Después de todo, igual que las civilizaciones, las naciones son mortales, y en todo caso es una cuestión que ya no dudan en plantearse los ciudadanos de una nación tan antigua como las civilizaciones. Para recordar que seguía presente en Sicilia y que no pensaba dejar que la expulsaran, la Mafia ha golpeado duro; es decir, en los orígenes. No ha asesinado al juez Borsellino -decimotercero de los magistrados víctimas de sus decretos- en cualquier parte, sino en casa de su madre. El coche cargado con explosivos explotó delante del hogar materno. Lo sagrado, la madre, tenía que verse asociado con la advertencia, con la venganza, con la muerte. Tenía que haber blasfemia. Sin duda, a los mafiosos les pareció práctico sorprender a su víctima durante su visita dominical a sus padres. Pero no deja, no puede dejar de ser significativo el que hayan asesinado al juez de modo que su madre estuviera presente, que se viera afectada, asociada. La tomaron con la persona que da la vida, que hace que la existencia de esos jueces sea posible; es decir, una vez más, con los orígenes reales y míticos.

El Mediterráneo también es esto. Una sociedad patriarcal implacable en sus ritos. Líbano sigue estando poblado por justicieros tribales que se niegan a que se dé sepultura a sus allegados asesinados hasta que la reparación (la venganza) no se haya consumado. La modernidad, si es que puede llamarse así, consiste aquí en sustituir, en el universo del asesinato ritual, la tradición del sentido del honor por los intereses de un poder asentado sobre el tráfico de droga.

Extraño verano. Hasta los idus de julio, la canícula se hizo esperar. En todas partes, aquellos que debían quejarse de ella en cuanto llegara se iban gimiendo: hacía frío. No fresco, frío. Uno no podía sentarse en la terraza de un café sin chaqueta, a veces sin abrigo. Las tormentas se sucedían. En la plaza de España y en la Piazza Navona, los jóvenes, menos numerosos, al cubirirse, habían perdido la exuberancia y el encanto. En Nápoles, en Cerdeña, en Sicilia, en esa interminable espera del verano, la gente se comportaba de manera desordenada y se suspendían los proyectos. Los periódicos no hablaban más que de la amenaza que se cernía sobre el turismo. Desde hacía ya dos años, los hosteleros, los dueños de los restaurantes, con los precios más escandalosamente elevados de Europa y del mundo, habían disuadido a los visitantes. Si encima había que contar con la maldición del clima...

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El crimen de Palermo llegó como un sol negro. Con el aplastante fulgor de una liberación mortal. Los italianos se despertaron un día de una siesta, por fin justificada por la irrupción tropical, para caer inmediatamente en una desesperación llena de rabia. La rabia es un sentimiento que se percibía en todas las miradas, una palabra que se escuchó pronunciada en todos los labios. Rabia hacia los políticos, la policía, Sicilia, pero también hacia el destino. Hacia los dioses. Fue un espectáculo impresionante ver al pueblo más lúdico y más encantador de toda la ribera mediterránea transformarse en actores trágicos. La verdadera tragedia (no tragediante, comediante) marca, está marcando a este país, y la gente sólo logra evadirse a través de un individualismo de expatriación: se expatrían en la indiferencia o en la auto flagelación. Por eso he querido dar aquí testimonio de ello. Sería faltar a toda cortesía pasar las vacaciones -como cada año, desde hace 15- en el archipiélago toscano sin compartir las esclavitudes de este país de adopción.

¿De dónde procede la rabia italiana? Básicamente, de un hecho que he tardado tiempo en captar. Es sabido que Italia tiene muy poco de Estado. Que su unidad es reciente (apenas poco más de un siglo). Que la nación, a diferencia de sus vecinas, precedió con mucho al Estado. Y que Dante, Francisco de Asís y Maquiavelo (la epopeya, el lenguaje y el pensamiento político) ejercieron una autoridad fundadora mucho mayor que la de Cavour, el artífice del risorgimento y de la unidad. Por otra parte, es archisabido que al Sur, desde Nápoles hasta Sicilia y Cerdeña, siempre le ha costado integrarse no sólo en ese Estado impreciso, sino incluso en la nación real.

Lo que no es tan conocido es que, hasta una época relativamente reciente, los italianos no sufrían en absoluto -a veces, todo lo contrario- por semejantes peculiaridades. ¿Que no había Estado? ¡Un motivo para felicitarse! Por lo menos se evitaba el peligro de estatismo que se denunciaba en todos los demás lugares. ¿No era, además, una manera de tener ventaja a la hora de la inserción en la Europa de las provincias? ¿Que la economía no estaba centralizada? En primer lugar, era relativo. Porque las nacionalizaciones eran más numerosas que en otros lugares. Paradoja: este Estado inexistente era un gran propietario. Después, durante mucho tiempo, se atribuyó a la economía sumergida y al fraude fiscal el milagro italiano, que en realidad tenía que ver con una sabia utilización de la mano de obra del Sur por parte de los empresarios del Norte. ¿Que decían que el Sur era a la vez subdesarrollado y extranjero? Pero ¿qué mejor designio para un país y qué sería más motivador para el dinamismo de sus ejecutivos que conquistar sus propios mercados nacionales? Y además, acordémonos, Italia tenía el partido comunista más ilustrado del mundo; los sindicatos más fuertes y más inteligentes; los creadores más inventivos; los políticos digamos que más estables a falta de otras cualidades. Pues bien, no hay más que coger de uno en uno todos estos elementos positivos para ver que todos ellos se han vuelto contra los italianos y en unos años se han convertido en catástrofe. El causante de esta inversión, el verdadero, es la Mafia.

¿Por qué? Porque la ausencia de Estado era aceptada, tolerada, a veces incluso aplaudida cuando no había más poderes visibles que los de la economía, de los comunistas, de la Iglesia o de los sindicatos. A grandes rasgos, y de manera simbólica, se admitía que Giovanni Agnelli era el verdadero rey de Italia, sagrado y consagrado, con la condición de que esta monarquía ilustrada convirtiera el ser italiano en un orgullo, fuera constitucional y estuviera frenada por múltiples contrapoderes. Se soportaba, mal que bien (aunque es cierto que cada vez peor), la partitocracia surgida del famoso compromiso histórico entre el PC de Enrico

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Berlinguer y la Democracia Cristiana de Giulio Andreotti, compromiso que consistía en repartirse todas las áreas de influencia, de autoridad y de intereses, incluso las cadenas de televisión.

Sin duda, la extensión de la corrupción (la tangenti, como la llaman allí) y los bloqueos del sistema electoral empezaban a provocar alergias, incluso rebeliones. El antiguo presidente de la República, Francesco Cossiga, personaje relevante, lleno de cultura cristiana y humanista, pero imprevisible y finalmente peligroso por su incoherencia, había iniciado, no obstante, un proceso contra los políticos. Estuvo a punto de volverse popular. Incluso hubiera podido desempeñar un papel similar al de De Gaulle si se hubiera preocupado menos por llamar la atención y más por la estrategia. Pero cuando, a su regreso de París, respondió a una pregunta acerca del viaje ("He visto en Francia un Estado, fenómeno que no se encuentra entre nosotros") estaba expresando muchas inquietudes, muchos vértigos, muchas nostalgias. El fantasma de la autoridad de Mussolini ha atormentado de manera tan obsesiva a este país que se ha llegado a privar a la política de las condiciones para su ejercicio.

El declive no se hubiera vivido de una manera tan humillante si no se hubieran mezclado los mafiosos. Si en el interior, en el corazón del vacío de Estado, no hubieran visto cómo se afirmaba el poder de su impenio; es decir, su pretensión de ser quienes encarnaran, en un espacio y en un ámbito precisos, el Estado, el único Estado que merecía ese nombre en Italia. Bastan algunas cifras. De noviembre de 1969 a julio de 1992, la Mafia cometió 13 atentados contra los jueces enviados por Roma para instruir casos que giraban siempre alrededor del tráfico de drogas, tráfico que, durante el mismo periodo de tiempo, se calcula que ha aportado a los mafiosos dos billones de dólares. Este todopoderoso cinismo en el ejercicio del crimen, igual que esos fantásticos ingresos, explican la voluntad de sus beneficiarios de impedir toda interferencia en sus asuntos, su increíble grado de organización, la sofisticación de sus redes, tanto en Italia como en Estados Unidos, y su capacidad de corrupción en todas las instancias de la sociedad.

Nuestra amiga Marcelle Padovani, cuyas entrevistas con el juez asesinado Falcone (mayo de 1992) han hecho época, estima que la Mafia se está reorganizando y tiende a replegarse en su feudo original, Sicilia. Pero para muchos italianos son políticos romanos o milaneses corrompidos por la Mafia los que envían a Sicilia policías o magistrados para que los maten en Palermo. Lo que explica los abucheos que con regularidad acogen a las personalidades oficiales que acuden a los funerales por los jueces asesinados que se celebran en la catedral de Palermo. Lo que explica el rechazo de la familia del juez Borsellino a que la ceremonia de la inhumación tuviera carácter oficial. La Mafia desafia al Estado, en Sicilia es el Estado y puede matar a los que intentan limitar su poder de Estado. El alarde en pleno día de esta demostración es lo que ha servido para poner de manifiesto todo lo demás. Todo lo que no es la Mafia está desacreditado, y la autoridad de la Mafia ya sólo aparece al servicio del veneno y el crimen. Por lo menos, los integristas del islam tienen un ideal. Aquí ya no hay padrinos, ni justicieros, ni bandidos de corazón grande: hay droga y asesinos.

Hablo aquí de lo que está enterrado en el imaginario, de lo que se deposita y se acumula en el inconsciente de una nación. Porque todo el mundo vive, sigue viviendo, como si tal cosa. Italia sigue siendo el teatro de la turbulencia popular y del placer de vivir. Pero es evidente que la gente hace como si. Y eso es lo que traducen los periódicos, que sacan todos los días, desde hace casi un mes, números especiales increíblemente completos, ricos, bien informados, penetrantes, sin por ello llamar a nadie a burlar a la canícula para hacer una marcha sobre Roma. Tanto más cuanto que, a pesar del escepticismo que abruma a la sociedad italiana más que a las demás, democracias, no se ponen en duda ni la dignidad del jefe de Estado, Oscar Luigi Scalfaro, ni la integridad del presidente del Consejo, Giuliano Amato. Las duras medidas de recuperación financiera no han sido criticadas como suele hacerse en un país en el que todo se denigra. Quiere observarse, en el desencanto, una voluntad de movilización contra la crisis económica y contra la Mafia. Pero dudan si pertenecen a una sociedad definida y precisa. Tras poner en tela de juicio al Estado, es la propia nación lo que se cuestiona.

Evidentemente, es esencial que los italianos recuperen la confianza en sí mismos. Esencial para ellos. Pero también para Europa, para los ribereños del Mediterráneo, para Francia. Sin Francia y Alemania no hay Europa, todo el mundo lo sabe. Pero sin una Francia asociada a los mediterráneos no hay más que una Europa sajona. Más allá del Loira, Francia está ligada a España, a Portugal, a Italia sobre todo. La necesídad que tenemos de su alma está en función de la dependencia que tenemos de la vitalidad germánica. La idea de que la sociedad italiana podría (¡e incluso debería estallar antes de la constitución de Europa es ciertamente aterradora.

Si pienso en los hombres que, en mi opinión, más han contado en este siglo, destacan inmediatamente dos italianos universalistas: Federico Fellini -que es, en su ámbito, el equivalente a un Picasso o a un Stravinski- y Primo Levi, cuya figura crece día a día. En cuanto al Mediterráneo -tema sobre el que Jacques Delors centró el coloquio en Salamanca el pasado 23 de julio (*)-, salta a la vista que la desaparición de Italia le sería fatal. Por consiguiente, hay que acabar con el sensacionalismo alarmista norteamericano (Time: 'Italia agoniza') o alemán (Der Spiegel: fotomontaje de un revólver en medio de un plato de espaguetis).

Para que los italianos pongan fin al proceso de descomposición es ante todo necesario que se convenzan de que su realidad nacional es más densa que las diferentes fuerzas provinciales que tiran hacia la desmembración. Esta realidad no la discuten ni los geógrafos ni los geoestrategas y, por consiguiente, muy poco los geopolitólogos. Esta idea de que en Italia hay tres culturas que deberían separarse antes de entrar en Europa, idea que defiende, por supuesto, la Liga Lombarda de acento corso-poujadista, es la idea más funesta que se haya propuesto jamás al otro lado de los Alpes. Es necesario que los Estados soberanos se afirmen y se fortalezcan antes de ceder a Europa una parte de su soberanía. Es necesario que Europa esté hecha de la suma de los geníos nacionales, y no de la confusión de naciones fragmentadas. Necesitamos un Estado italiano seguro de sí mismo.Después es necesario que la autoridad recupere su prestigio y que se la pueda aplaudir sin temer en cada instante sus desviaciones. Italia tiene la suerte -lo cual supone una inmensa superioridad sobre Francia- de tener sindicatos fuertes y representativos. Nunca había sido tan importante el papel de los dirigentes sindicales. Y lamento que las razones perfectamente legítimas que empujaron a Bruno Trentin a abandonar sus importantes responsabilidades sindicales dejen al margen, en un momento tan decisivo, a un líder tan valioso. Los sindicatos son prácticamente los únicos que están en condiciones, si quieren, de constituir la unidad italiana, igual que los jueces -y ellos ya han manifestado su voluntad de hacerlo- son los únicos que están en condiciones de símbolizar el Estado y el sacrificio por el servicio público.

Por último, es necesario que Sicilia sea reconquistada y que la Mafia, como antaño Cartago, sea destruida. Ella tiene la culpa de que el Estado vacile y la nación dude. Y es gracias a ella que la nación y el Estado pueden re nacer. Es en Sicilia, en mi opinión, donde se encuentran depositadas las esperanzas y el crédito para que, tanto en el exterior gomo en el interior, se pueda creer en el rearme moral de los italianos.

Me gustaría destacar La Méditerranée réinventé, bajo la dirección de Paul Balta (Éditions de la Découverte); Méditerranée occidentale: sécurité et coopération (Éditions de la Fondation pour les Études de la Défense Nationale), y, por último, el último número especial de la revista Histoire, tres excelentes instrumentos de conocimiento y de trabajo.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

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