Le Carré
El domingo pasado, mientras se procedía a la clausura de los Juegos Olímpicos, yo leía una novela de John Le Carré; tengo la fortuna de no conocer su obra completa porque me gusta atesorar sorpresas para el futuro imperfecto y parece que ese futuro se cumplía este verano. El caso es que por cortesía a la actualidad, mientras leía, tenía puesta la televisión para que los fuegos artificiales de esa clausura iluminaran también un poco, aunque de forma artificial, mi existencia.Entre capítulo y capítulo reflexioné que la organización de estos Juegos había sido modélica: no se pueden hacer las cosas mejor de lo que se han hecho en Barcelona; el cierre, al que yo asistía en compañía de Le Carré, era un reflejo de toda la perfección anterior: un prodigio, en fin, de fantasía, organización y técnica. Si hubiera estado en Barcelona, habrían conseguido emocionarme: desde que conozco la existencia del infierno siempre lacrimeo un poco con el fuego; lloro cuando las fallas y cuando las noches de San Juan y cuando un monte se quema. Contemplando de reojo la gran falla que constituyó la clausura de los Juegos Olímpicos pensé que quizá éstos podrían cumplir aquella función, aconsejada por Freud en El porqué de la guerra, de crear entre los pueblos lazos de afinidad que reforzaran los sentimientos de paz.
Sin embargo, pasados ya unos días, y lejos del calor producido por aquel broche de oro, he acabado encontrando un defecto en su organización: la carencia de un esquema narrativo; no hay en los juegos, como en las novelas, una progresión moral. Cuando terminan somos igual de majaderos, aunque algo más pobres que cuando empezaron. Lo expresaba muy bien John Le Carré en una antigua novela: "Fue de nosotros de quienes aprendieron el secreto de la vida: hacerse viejo sin hacerse mejor".
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