Las intenciones de Yeltsin
"Este verano no habrá ni golpe ni conflictos interétnicos importantes", ha afirmado Borís Yeltsin en una entrevista emitida por televisión. El en persona se quedará durante el mes de agosto de guardia en el Kremlin para que los otros dirigentes puedan irse tranquilos de vacaciones. Este mensaje ha tranquilizado solamente a medias. En vísperas del primer aniversario del golpe fallido de agosto de 1991, Moscú vive más que nunca el temor de un nuevo golpe, que no tendría por qué parecerse al del año pasado. Las intenciones del presidente ruso no son del todo claras: hace todo para reforzar su poder, pero no se sabe hasta dónde quiere llegar, ni por qué razón.Para comenzar, a principios de este mes Yeltsin prohibió a los altos funcionarios hablar con los periodistas sin la autorización de un servicio de prensa que depende directamente de él. Después, el 7 de julio, creó el Comité de Seguridad del Estado, muy restringido, presidido por él y cuyo secretario, Yuri Skokov, es uno de sus hombres de confianza. Poco después reforzó los poderes del Ministerio del Interior y limitó drásticamente el derecho de manifestación en Moscú. Igualmente, restableció las zonas cerradas a los extranjeros y prepara, una ley prohibiendo salir fuera del país a ciertas categorías de rusos (para limitar la fuga de cerebros). Todas estas medidas autoritarias parecen dictadas por las circunstancias, pero despiertan el número suficiente de malos recuerdos como para inquietar. Tanto más cuanto que la coyuntura sigue siendo muy mala y al Kremlin no le faltarán pretextos, mañana, para justificar medidas todavía más excepcionales.
La "terapia de choque", lanzada el 1 de enero para sanar la economía, debía ser dolorosa los primeros seis meses para pasar, a continuación, a producir mejoras. Este plazo ya ha pasado y, efectivamente, los resultados, según los datos oficiales, son muy dolorosos: las rentas reales de los asalariados se han visto amputadas en un 50%, y las de los jubilados, en un 60%. Además, a menudo se trata de rentas teóricas, ya que el Gobierno ha reducido drásticamente la emisión de moneda y las empresas no tienen dinero para pagar los salarlos. En el mes de mayo, siempre según datos oficiales, del fondo de 272.000 millones de rublos para los salarlos faltaban 72.000 millones. En algunas ciudades no se han pagado todavía los salarios de abril. Es inútil precisar que esta penuria de liquidez paraliza la actividad productiva, que, así, cae en picado. Es una situación sin precedentes y cuesta trabajo pensar que pueda reforzar el rublo y preparar el camino para su convertibilidad. De igual forma, hay que tener mucha imaginación para ver en las tiendas de las calles de Moscú y de otras ciudades signos de la eclosión de la economía de mercado. Se trata más bien de la vuelta a la práctica de los tiempos de guerra, cuando la gente se veía obligada para sobrevivir a vender sus pocas posesiones en los tolkutchki, bazares instalados entonces en la periferia y no en el centro de las ciudades.
Pero todavía hay más. El salario medio de Rusia, traducido a divisas al cambio oficial actual, no supera los 10 o 15 dólares al mes: el nivel de los países más pobres del Tercer Mundo y que viven al margen de la economía mundial. Pero Rusia es un país industrializado que quiere integrarse plenamente en esa economía; el Fondo Monetario Internacional promete su ayuda, pero a condición de que los precios en Rusia, sobre todo los de los productos energéticos, sean los mismos que los del resto de los países industrializados. ¿Es ello posible? Si la vida debe ser tan cara en Moscú como en París o Madrid, ¿quién podría mantenerse con un salario cien veces menor? El muy controvertido consejero americano. del Gobierno ruso, Jeffrey Sachs, explica que Rusia se encuentra actualmente en un "no man's land entre la economía planificada y la economía de mercado". Piensa que estará así un cierto tiempo (¿un año?, ¿una década?, ¿una generación?), pero que, como la marcha atrás es imposible, tarde o temprano dará el salto y será parecida a nuestras sociedades capitalistas. No es ésta la opinión de muchos economistas rusos que, sin ser "nostálgicos del pasado", consideran que el proseguir con la terapia de choque se saldará con la degradación total de la economía nacional.
Antes incluso de llegar a tal catástrofe, en la escena política se multiplican los signos de enloquecimiento. Un diputado siberiano, exasperado por la situación de su circunscripción, ha querido desafiar a duelo, en plena sesión del Sóviet Supremo, a Yegor Gaidar, principal promotor de la reforma. El presidente de la Asamblea, Ruslan Jazbulatov, tiene muchas dificultades para controlarla y, nolens volens, defiende sus innumerables quejas. De repente, se ha convertido en el blanco preferido de la prensa "demócrata". Checheno rusificado, Jazbulatov era considerado hasta ayer como el "viernyi Ruslan" ("el fiel Ruslan", una expresión pushkiniana), y estaba tan próximo a Yeltsin que éste hizo que fuera elegido para sus altas funciones. Pero desde que critica al Gobierno se pretende que es el enemigo número uno del presidente y aliado de los golpistas rojos o pardas. Yeltsin no participa en esta campana, pero no ha incluido a Jazbulatov en su Comité de Seguridad del Estado, prefiriendo en su lugar al vicepresidente del Sóviet Supremo, Serguéi Filatov. Por otra parte, a Ruslan Jazbulatov no le falta aplomo y en la tercera semana de julio hizo que el Parlamento votara una resolución que le autoriza a apropiarse de Izvestia, el mayor diario vespertino, bajo el pretexto de que siempre ha sido el órgano del Sóviet Supremo de la URSS. Es la gota que, al parecer, ha hecho colmar el vaso en Moscú. Los políticos del círculo de Borís Yeltsin proclaman a voz en grito que basta ya del Sóviet Supremo y del Congreso de Diputados del Pueblo, y que hay que disolverlos.
Probablemente, el presidente de Rusia tenga la potestad de hacerlo, pero a condición de convocar inmediatamente nuevas elecciones, y Yeltsin no puede convocarlas porque el bloque Rusia Democrática, que le llevó al poder, ha desaparecido prácticamente al dividirse en fracciones rivales. El mes de octubre, Yeltsin anunció que fundaría su propio partido, pero no lo ha hecho, quizá porque todavía no sabe qué partido quiere. Ningún presidente, solo y cada vez más impopular, tiene el menor interés de convocar a las urnas. Yeltsin, por el contrario, parece tentado de darse plenos poderes durante un año, suspendiendo, por ejemplo, durante ese periodo las asambleas electas. Eso sería un golpe de Estado semilegal, perfectamente realizable desde el punto de vista técnico. Dado que el Ejército es leal -Yeltsin lo subrayó en dos ocasiones en su entrevista televisada- y las manifestaciones en la calle están prácticamente prohibidas, todo podría suceder pacíficamente. Es evidente que la imagen democrática del presidente ruso se vería dañada con tal toma de poder, pero Occidente no se enfadaría demasiado si él la justifica con su determinación de proseguir con las reformas del mercado. Falta por saber si Rusia está capacitada para soportar durante un año más la medicina de caballo que se le está administrando y que siembra la confusión entre la inmensa mayoría de la población. Disolver las asambleas sería, en última instancia, romper el termómetro que, mal que bien, permite todavía al Kremlin conocer el humor del país. El clima político en Moscú sería más sereno si se supiera que Yeltsin, a diferencia de los que le rodean, es consciente de esta verdad.
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