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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tierra de nadie

UNO DE los aspectos más negativos del proceso de construcción europea es la exacerbación de los valores de orden y seguridad frente a la amenaza de los de fuera e incluso frente a los de dentro: en los últimos años se han endurecido las leyes de inmigración, se han arbitrado en algunos países comunitarios métodos de urgencia absoluta para la expulsión de extranjeros no deseados, y en todos se ha intensificado el control informático policial sobre sus propios ciudadanos. Había al menos la esperanza de que lo procedimientos legales fueran escrupulosamente respetados, que las garantías y derechos de las personas afectadas no sufrieran merma y que, en definitiva, las mayores competencias gubernativas y administrativas estuvieran compensadas por un mayor y riguroso control judicial. Pero no siempre ha sido ni es así.La situación que viven los miles de extranjeros retenidos, a veces durante días, en los aeropuertos y puestos fronterizos españoles -53.772 durante 1991- antes de ser devueltos a sus países de origen es un claro ejemplo de cómo la norma, ya de por sí rigurosa, puede rozar lo inhumano en su aplicación. El defensor del pueblo, Álvaro Gil-Robles, ha señalado en un informe remitido al Ministerio del Interior el drama de quienes son aherrojados a esta especie de tierra de nadie de los puntos de entrada al territorio nacional: una situación de pre-embarque es transformada en una detención incomunicada en instalaciones inadecuadas, sin posibilidad de contactar con familiares o abogados, y en las que las condiciones de vida son intolerables. A ello se añaden los criterios, con frecuencia arbitrarios, con que el funcionario de turno procede a la expulsión. Otro ejemplo no menos dramático es el del grupo de 80 inmigrantes africanos que, abandonados a su suerte, sobreviven en la línea fronteriza entre España y Marruecos tras haber sido rechazada su petición de asilo político en Melilla. Habrá que ver qué dice la Comisión Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo al respecto y si es lícito, no sólo moral, sino jurídicamente, que los países europeos se desentiendan de ese modo de los que llaman a sus puertas.

Se podrá o no estar de acuerdo con las políticas restrictivas frente a la entrada de extranjeros y con las motivaciones que se alegan para su puesta en práctica -fundamentalmente impedir la entrada de traficantes de droga o de otros delincuentes de altos vuelos- pero lo que no puede admitirse es que el proceso de expulsión sea vejatorio y se desarrolle al margen de las mínimas garantías constitucionales (por ejemplo, derecho de asistencia de abogado y posibilidad de poner los hechos en conocimiento del juez mediante la petición de hábeas corpus). Es ridículo pensar que los traficantes de droga u otros delincuentes organizados van a quedarse al otro lado de las aduanas porque Interior haya establecido cuotas de entrada al territorio español de 5.000 pesetas por persona y día y exija, además, la posesión de billete para el regreso al país de origen o el traslado a un tercero. Pero lo que no puede ser es que el sistema sirva sobre todo para bloquear el normal intercambio humano entre los países y que la apariencia física del visitante o una simple sospecha sobre su conducta futura sean con frecuencia los únicos datos que fundamentan su expulsión.

Esto, que es aplicable a todos los países, lo es aún más a los latinoamericanos, con los que España comparte lengua y cultura, y que fueron generosos en la acogida de centenares de miles de exiliados y de emigrantes españoles en momentos difíciles. El ministro del Interior, José Luis Corcuera, ha declarado que todavía no ha leído el informe del Defensor del Pueblo y que está dispuesto, si se verifica la situación denunciada, a que se cumplan las leyes y la Constitución en lo que afecta a la política de extranjería. Pues que lo lea cuanto antes y que tome las medidas que procedan. Es lo menos que cabe hacer cuando asuntos tan complejos como la política de emigración, el encauzamiento de los flujos humanos entre unos países y otros y, en definitiva, el intercambio cultural y social entre los pueblos se han dejado exclusivamente en manos de los ministros del Interior.

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