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La profecía de Schulberg

En uno de sus números, el editor de la revista The Ring, reconocida internacionalmente como la biblia del boxeo, se preguntaba en los años 60 por cierto fenómeno meridional llamado Urtáin. Sobre él apenas sabía dos cosas: que ganaba siempre y que casi todos sus rivales eran hijos de padres desconocidos. En su figura coincidían de nuevo una esperanza y una sospecha. Por eso era inevitable evocar a Primo Carnera.Primo fue un apacible forzudo de circo: medía más de dos metros, tenía una inconfundible expresión de elefante y se había hecho famoso levantando pesas de corcho ante los niños.

Faltos de un campeón taquillero, sus descubridores decidieron apostar por el tamaño. Dicho y hecho: le arrebataron por sorpresa de su mundo circular, le vistieron de boxeador y le lanzaron contra mendigos, buhoneros, tahúres y todo el material de derribo que lograron reclutar en tabernas y sanatorios. Algunos meses después tenía 20 victorias en 20 combates. Era eso que los críticos solían llamar una realidad estadística.

En Europa, a la escala que separa la peseta del dólar, los promotores locales trataron de reproducir el modelo. Urtáin era un apacible deportista rural: media casi un metro de hombro a hombro, tenía una vaga expresión de toro bravo y se había hecho famoso levantando piedras en Guipúzcoa. Sin perder ni un minuto, sus mentores abrieron el manual y se pusieron manos a la obra: le rodearon de una aureola de linimento, le presentaron a un sastre y le acostumbraron a las ostras y las suites; incluso montaron su efigie sobre la carrocería de un destartalado autobús publicitario en una estricta repetición de la tramoya ambulante de Primo.

Luego fueron a buscarle carne picada a las tabernas y garitos de la zona .Su perfil de excavadora bastaba para reunir ante las taquillas a miriadas de críticos, hinchas, curiosos y lechuguinos. Tres años más tarde conseguía sobre saltar al editor de The Ring: esta ba a punto de alcanzar el récord de 30 victorias por knock-out en 30 combates. Atrapado en un invencible campo de fuerza, paso a paso, José Manuel repitió la aventura de Primo hasta el fin. Una noche, los promotores creyeron agotada su vena comercial, decidieron prescindir de él y le hicieron descubrir su farsa. Primo supo que era un pobre diablo cuando se enfrentó a Max Baer; José Manuel descubrió la superchería cuando se cuadró ante el viejo contragolpeador británico Henry Cooper. Ambos lograron salvar algo a última hora: se defendieron con una misma dignidad de animal herido.

A la retirada de Camera, el escritor Budd Schulberg escribió sobre él un libro doblemente premonitorio. Lo tituló Más dura será la caída. Unos 60 años después, Urtáin ha interpretado su propio sueño literario sin ahorrarse ni un solo gramo de tregedia.

Pero, al contrario que los viejos ex campeones infinitamente aburridos, él no se lanzó al aire para tragarse todo el vacío de una vez. Lo hizo únicamente porque, víctima de un expolio lento y sucesivo, no tenía nada que defender. Ni siquiera tenía donde caerse muerto.

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