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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Doble elección

LA RESPONSABILIDAD de la elección de Miguel Rodríguez-Piñero y Luis López Guerra como presidente y vicepresidente, respectivamente, del Tribunal Constitucional -los dos fueron designados miembros de este tribunal en 1986 a propuesta del Gobierno- sólo debe atribuirse a quienes les han votado. Todas las prescripciones legales se han cumplido escrupulosamente, aunque no los deseos de que el presidente del alto tribunal fuera elegido por mayoría absoluta. Son los votantes los que obviamente han decidido.Sería, pues, un ataque bastante ridículo al prestigio y a la dignidad de los 12 magistrados que con su voto configuraron en menos de 24 horas la dirección del Tribunal Constitucional para los tres años próximos atribuirles la obediencia a consignas ajenas a su propio criterio, libremente expresado. Y es igualmente ridículo vincular al Ejecutivo el resultado de una elección en la que, de haberse producido alguna presión o sugerencia, el principal responsable sería el magistrado incapaz de resistirse a ella y de denunciarla.

El problema es otro. Si partimos del prestigio jurídico, no discutido, de los 12 magistrados del Tribunal Constitucional y de la capacidad que la ley les confiere para elegir libremente su dirección, lo criticable es que falten liderazgos en el seno del alto tribunal y habilidad entre sus miembros para gestar una presidencia y vicepresidencia que responda al equilibrio entre las diferentes procedencias electivas -ocho propuestos por el Parlamento, dos por el Gobierno y otros dos por el Consejo General del Poder Judicial-, profesionales -ocho catedráticos y cuatro jueces de carrera- e ideológicas y asegure una organización del trabajo lo más pluralista posible.

Lo preocupante no es el hecho de que los elegidos fueran en su día designados magistrados a propuesta del Gobierno. Constituye un insulto, además de una inadmisible embestida al prestigio del Tribunal Constitucional, que los orígenes institucionales de una designación puedan ser enarbolados como prueba indubitable de dependencia respecto de un Gobierno o de un partido. Tampoco la independencia de los magistrados del alto tribunal puede ser puesta en entredicho por su mayor o menor sintonía con los perfiles ideológicos de una mayoría o minoría parlamentarias. Es obvio que quienes lo hacen no tienen ni idea de cuáles son los elementos de tal independencia. Algunos correveidiles ni se enteran ni quieren enterarse.

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Más bien la preocupación radica en la incapacidad del Tribunal Constitucional para generar una dinámica más imaginativa que la de respaldar para los cargos máximos de la institución a magistrados de una misma procedencia institucional y profesional (los dos son catedráticos). Que ello se haya hecho, en el caso de Rodríguez-Piñero, por amistad personal -no la de su antiguo alumno, Felipe González, en la Facultad de Derecho sevillana, sino la de los magistrados votantes-, y en el caso de López Guerra, para restablecer la unidad de un tribunal dividido en dos mitades en la votación del día anterior, es criticable por lo que pueda tener de trivialización y de olvido de los planteamientos más serios que deben pesar en una elección tan importante.

Los 12 juristas que tendrán en esta nueva etapa la responsabilidad de interpretar la Constitución, resolver las cuestiones que se le planteen y arbitrar los conflictos entre el Gobierno y las comunidades autónomas no pueden ser juzgados por esta primera decisión. Habrá que esperar a sus resoluciones para evaluar la institución renovada y a cada magistrado por separado. Pero que su primera decisión se vincule más a argumentos personales y de cortesía que a la defensa de un mayor pluralismo, organización y prestigio de la institución es un mal indicio, que el tiempo se encargará de confirmar o desmentir.

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