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MANUEL CASTELLS ¿Hacia un golpe nacionalcomunista en Rusia?

Ahora sí. Ahora las sombras proyectadas por el crepúsculo del comunismo se extienden sobre Rusia presagiando una nueva oscuridad. Hace años que observadores del proceso de cambio en la Unión Soviética vaticinan todo tipo de catástrofes e involuciones. Y hace tiempo que resisto a esta visión simplista de agoreros desconocedores de la realidad rusa. Y, sin embargo, en estos primeros días de julio, tras un nuevo peregrinar por dicha realidad, percibo por primera vez síntomas extraordinariamente graves de descomposición económica y de conspiración política que amenazan con estrangular a la naciente Rusia democrática.Los comunistas ocupan las calles, cada vez más agresivamente, en alianza abierta y asumida con los grupos nacionalistas que reclaman el retorno del gran poder soviético. El 22 de junio, aniversario de la II Guerra Mundial para los so viéticos, unas 10.000 personas se reunieron frente a la estación de Riga, en Moscú, en tomo a las banderas roja de los comunistas y marrón de los fascistas para oír la arenga de Ampilov, líder del ultrabolchevique Frente del Trabajo. Horas después, 20.000 personas, también convocadas por la alianza marrón y roja, ce lebraban otra manifestación de exaltación soviética en la plaza Maniezkala. En ambos casos hubo incidentes con los antidisturbios. Pero la creciente arrogancia de las tropas de choque nacionalcomunistas sería tan anecdótica como la de nuestro 20-N si no fuese porque constituye la punta de un iceberg que amenaza con una era glaciar neocomunista, bajo formas y nombres apenas renovados.

El caldo de cultivo de la desestabilización política es la descomposición del aparato productivo bajo el impacto contradictorio de las reformas liberales y de la resistencia de la tecnocracia de Estado. El mercado ha empezado a funcionar en el consumo y hoy día se encuentran subsistencias y productos en las tiendas y en los mercadillos callejeros que pululan por todo el país, aunque a precios que diferencian cada vez más el nivel de vida de la gente según dónde, en qué y para quién trabajan. Pero lo que se está quebrando es la espina dorsal de la economía soviética, constituida por las grandes empresas estatales. Los drásticos recortes presupuestarios para frenar la inflación y la pérdida de los mercados militares (que absorbían el 30% de la producción de la gran industria y el 90% en ramas como la electrónica) han dejado a muchas empresas sin liquidez desde hace meses. Se han adaptado mediante el sistema que llaman en ruso de la cartacheka: compran a crédito (sin aval bancario) y venden a crédito (sin garantía). Y como todo el mundo hace lo mismo, de hecho se está procediendo a un trueque de productos, vagamente reflejado en la contabilidad interna de las empresas. En muchas de ellas no se han pagado sueldos desde hace dos meses. Y la altísima inflación (una tasa anual del 900%) ha generado una escasez de dinero que hace que los bancos no tengan billetes para pagar los cheques que les llegan. Las grandes empresas de zonas clave del país que acabo de visitar, como Szelenagrad (el Silicon Valley ruso) o Tyumen (la capital del petróleo siberiano), han empezado a dar vacaciones forzosas sin sueldo durante dos o tres meses a la mayoría de su plantilla. El espectro del desempleo masivo empieza a materializarse para los sectores de trabajadores más calificados de la industria rusa.

Del trasfondo de la crisis por la que casi necesariamente debe transitar Rusia en su camino hacia una nueva economía y una nueva sociedad surge, de forma organizada y con una estrategia calculada, la contraofensiva comunista. Su objetivo es acabar con Yeltsin y su Gobierno en el otoño, instaurando un régimen estatista, populista y nacionalista, que defienda la economía centralizada, el poder de los aparatos del Estado, los privilegios de la mafia financiera, el orden policial y la potencia militar de Rusia.

La profundidad de esta ofensiva no puede apreciarse enteramente en los laberintos de las intrigas parlamentarias de Moscú. Ni tampoco en la Rusia profunda de un mundo rural cada vez más marginado de los circuitos del poder. Para detectar los síntomas del enfrentamiento que se avecina hay que ir a aquellos centros productivos de los que depende la marcha del país. A lugares como Nizhrievartovsk, el centro de los campos petrolíferos más ricos del mundo, a 1.000 kilómetros al norte de Novosibirsk, cerca del círculo polar.

En Nizhnevartovsk, ciudad nueva de 300.000 habitantes, la estatua de Dzerjinski, el fundador del KGB, se mantiene jactanciosamente erguida en su pedestal frente al edificio de la Seguridad, en abierto contraste con su monumento homónimo de Moscú, derribado ante los ojos del mundo días después del fallido golpe comunista de agosto. En Nizhrievartovsk, el alcalde elegido es un veterano aparatchik comunista, porque todos los candidatos a la elección lo eran. Y en Nizhrievartovsk, Ludmila Rechistova, directora adjunta de la empresa estatal del petróleo, con cara de tener vocación de burócrata desde pequeñita, me dice que nada ha cambiado y que nada cambiará. Y para que nada cambie, todos los aparatos se movilizan. Y en la industria del petróleo y el gas siberianos han constituido un comité de huelga, organizado por los dirigentes de las empresas y en el que participan en total sintonía los sindicatos, controlados por los comunistas tanto en la región como en el resto de Rusia. Este comité ha establecido una plataforma reivindicativa de 25 puntos que se concretan en tres: pago inmediato de los fondos que el Estado adeuda a las empresas, control del petróleo por las empresas públicas de forma autónoma y libertad de precios para la energía, cualesquiera que sean sus consecuencias sobre la inflación. Si la industria del petróleo hiciera huelga, por cada día de inactividad de un pozo se tardaría dos meses en volver a poder extraer petróleo. Y como el gas y el petróleo representan el 90% de las divisas que obtiene Rusia, necesarias para poder importar bienes y subsistencias que equivalen al 60% del consumo ruso, puede decirse que una huelga del petróleo sería el arma absoluta de la preguerra civil en Rusia.

Por eso me fui a los campos petrolíferos a hablar con los trabajadores (siempre hay, en Rusia, amigos que ayudan a todo). Y entre los vapores de té y el humo de cigarrillos que saturan los vagones miserables en los que se hacinan dos semanas por mes en su turno de trabajo, los trabajadores me lo pusieron muy claro: "Los sindicatos nunca se han ocupado de nosotros. La situación es mala, pero antes era peor. Lo único que nos hace falta es que lleguen billetes y nos paguen el sueldo. No queremos hacer huelga. Pero dependemos de las empresas y de los sindicatos para nuestro empleo, para nuestras viviendas, para cualquier servicio. Y si nos ordenan la huelga, tendremos que hacerla".

Manuel Castells es catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido profesor visitante en la Escuela Superior del Comité Central del Komsomol, en Moscú.

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