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Camarón

Lo vi el otro día en la televisión, desnudo de medio cuerpo, cargado de medallas, sortijas y amuletos, el pelo ensortijado, la mirada menos temerosa que de costumbre, un Camarón alegre y dinámico, como si quisiera dejar para la posteridad su ansia de vivir. Ahora lo sigo viendo a través de esa extensión de la memoria que todos tenemos, en un tropel de imágenes que vienen de atrás hacia adelante y viceversa, intercalando un Camarón juvenil con el otro de las Sevillanas, un Camarón hecho, maduro, más cansado, quizá de vuelta de muchas cosas, pero en posesión de su voz única de gitano y flamenco.Me dicen que ha muerto, una muerte que se adelanta a los pronósticos más pesimistas. Primero alguien lo comentó en voz baja, se confirmó la noticia, luego lo leí en la prensa y más tarde lo vimos en televisión y pasó al dominio público su enfermedad y su tragedia. La impudicia de la terrible noticia no fue ajena a que apareciera un reportaje muy interesante y respetuoso de su vuelta a casa, lo vi esperanzado, hablando de un futuro próximo, abrazando a su mujer, con sus hijos, familiares y amigos. Se lamentaba de que después de tantos años no tenía derechos de sus canciones y que iba a ponerse a pensar seriamente en ello. Con dulzura, sin animadversión, daba a entender que había sido manipulado, tal vez explotado por los comerciantes del arte. No me extraña: no veía yo a Camarón llevando negocios, ni haciendo números ni pensando en el futuro. Me animé al verle otra vez activo, con ganas de vivir, y pensé que quizá esta vez los agoreros se habían equivocado y que su enfermedad no era para tanto, que seguiríamos viendo y escuchando a Camarón en los recitales de todos los años, acompañado de su inseparable Tomatito.

Camarón y Tomatito son artistas en el sentido más llano y sencillo que puede entrañar esa palabra que da hasta miedo mentar. ¿Artistas? ¿Qué otra cosa se puede decir de ellos? El flamenco es una cosa muy seria. Tan seria que hay quien le dedica su vida. Hay para quien el cante es todo, como Camarón, tan frágil, de cuerpo justo y va ronil, de barba y cabello largo de apóstol que se sienta para ce nar la última cena con Jesús. Tiene Camarón una voz peculiar, íntima, secreta. Una voz para susurrar más que para gritar -aunque sorprende su vigor y potencia cuando el cante lo exige-, es la voz de quien se desgarra por dentro, de quienes buscan el quiebro más limpio, de quien trata de controlar la respiración para llegar hasta el final de una modulación que serpentea en el aire, que salta al vacío y quiebra su andadura para diluirse en un quejido doloroso y estremecedor. ¡Qué fácil hacen lo dificil los artistas!

La primera vez que nos vimos fue en el rodaje de mi película Carmen, no recuerdo si fue Emiliano Piedra, Paco de Lucía, Antonio Gades o Pepa Flores quien lo trajo un buen día al estudio donde trabajábamos. Por entonces yo estaba empeñado en que Pepa cantara aquello de Al alba, al alba, de Luis Eduardo Aute. Pepa Flores, con su voz caliente y rota, le daba un calor especial a esa canción. Me gustaba tanto cómo la interpretaba que quería meterla en la película y alguien sugirió que podía cantarla con Camarón. La versión quedó limpia y emocionante. Desgraciadamente pronto se vio que ese empeño mío era un contrasentido y no sin dolor desapareció de la versión definitiva de Carmen.

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Por eso, cuando años más tarde nos volvimos a encontrar para el rodaje de Sevillanas, mi alegría fue doble: me disculpé, cosa que no había hecho hasta entonces, y me felicité por tener la oportunidad de volver a trabajar juntos.

Lo que ahora se le pedía -cantar cuatro sevillanas que iban a ser bailadas por Manuela Carrasco- resultaba doblemente complicado y no hubiera sido posible sin la insistencia y habilidad de Juan Lebrón, mi productor y amigo.

Camarón apareció en el estudio de Sevillanas con un traje rayado, oscuro, el cuello abierto de su camisa blanca dejaba ver un collar espeso. Era el mismo Camarón, pero parecía más indefenso y débil, de una fragilidad extrema y quebradiza, como si fuera a llevárselo una racha de viento. La barba y el pelo muy largo le daban, como ya he dicho, una apariencia de santón de otra época. Los dedos llenos de sortijas de oro y piedras valiosas, pulseras en las muñecas, hablaban del éxito y también de la necesidad de convivir con objetos de misteriosos significados.

Camarón era un hombre sencillo y tímido, de escasas palabras y largos silencios, que necesitaba la ayuda de sus compañeros, especialmente del estímulo de Tomatito, un hermano que decidió seguirle como una sombra cuando apenas era un adolescente y era ya un guitarrista prometedor. Con Tomatito hablamos de Camarón. No conozco una fidelidad como la suya, fidelidad que raya con la veneración: "No hay artista como él, es único", me comentaba. Pero una cosa estaba clara y era que la droga, que había respetado hasta ahora su voz, comenzaba a hacer estragos en un físico debilitado. Toda su energía estaba en aquella voz ronca y cálida, gítana y única.

Me dicen que Camarón ha muerto. Él puede que sí; su voz, imposible. Su voz permanecerá siempre con nosotros. Y así, sensible, concentrado, tenso, encogido, los ojos cerrados para mirarse por dentro y poder expresar los sentimientos más hondos, Camarón -que tiene el don preciado de comunicar con su voz de oro tristezas y alegrías- nos traspasa una vez más con su arte, ternura y su sencillez.

es director de cine.

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