Polvorín ruso
EL PROCESO de descomposición de la antigua URSS está teniendo unos efectos cuya virulencia era dificil de prever. En efecto, a su sustitución por una Comunidad de Estados Independientes, se superpusieron desde el principio tensiones nacionalistas que degeneraron pronto en conflictos abiertos. Tales son hoy los de Moldavia, Georgia y Armenia.El cuestionamiento de la autoridad de Moscú había empezado en las repúblicas bálticas. En enero de 1991 se produjo en Lituania una intervención del Ejército soviético de trágicas consecuencias. Resulta paradójico que el entonces defensor de la identidad y resistencia lituanas, el presidente ruso, Borís Yeltsin, sea hoy no sólo quien amenaza, sino quien envía a sus tropas a hacer frente a los nacionalistas de las repúblicas meridionales. A su regreso de Washington anteayer, YeItsin no.dudó en amenazar a Moldavia (su vicepresidente, Rutskói, había hecho lo propio en relación con Georgia), asegurando que no permanecería impasible ante la matanza de ciudadanos rusos en ambas repúblicas. Ayer envió a unidades del Ejército al Transdniéster, la región moldava al este del río Dniéster, agravando así el estado de guerra civil.
Las minorías rusas y ucranias de Moldavia que viven en esa región temen, no sin razón, convertirse en "ciudadanos de segunda clase" tras una posible anexión de esta república por Rumania. Éste es el eje del problema y, como tantos otros de los que padece la antigua URSS, se debe al cuidado de Stalin por crear una situación de tal confusión que, terminada la II Guerra Mundial, no quedara en la Unión Soviética región o nacionalidad capaz de ponerle en aprietos. De ahí su política de traslados de poblaciones enteras desde sus hogares nacionales a regiones alejadas o su envío de funcionarios, técnicos, obreros y militares rusos para ocupar cargos clave en las repúblicas no rusas de la URSS. Estos rusos son los que hoy se conocen como minorías imperiales, grupos enteros de ciudadanos que, aun controlando los resortes de cada Estado no ruso, nunca llegaron a integrarse realmente en ellos. En algunas repúblicas, como la musulmana del Kazajstán, apenas el 1% de la minoría imperial, habla el idioma local. Sin embargo, en otros lugares, como las repúblicas bálticas, el nivel de integración fue muy superior y de este hecho nace el drama de las poblaciones rusas en Estonia, Letonia y Lituania, que no tienen realmente un lugar al que regresar.
Aún más compleja es la cuestión ideológica. En Moldavia, uno de los motivos alegados para rechazar la intervención de Moscú es la acusación de que se trata de una intervención imperialista y neocomunista destinada a recrear el modelo soviético. Y mientras tanto, en el Kremlin pervive una vieja nostalgia: la de la gente que considera que Ucrania, Bielorrusia, Crimea, el norte de Kazajstán, Osetia en Georgia y otras zonas del viejo imperio no deben dejar de ser parte integrante de Rusia. La CEI está instalada encima de un polvorín. YeItsin hará bien en no embarcarse en aventuras militares de las que deba retirarse después, como sucedió en la república de Chechen-Ingush. La solución es negociar, no guerrear.
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