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Decepción de la Tierra Prometida

Laboristas y conservadores se disputan en Israel el voto de los inmigrantes

Lástima que Chaikovski no sea candidato en las elecciones israelíes del martes. Un judío ruso llamado David Hriestein habría votado a ciegas y con gratitud por él. Al fin y al cabo, el señor Hriestein sobrevive en la Tierra Prometida gracias a una ópera del gran maestro. Sin trabajo, a pesar de sus títulos de la Universidad de San Petersburgo, Hriestein es un ejemplo del desencanto que viven miles de judíos de la ex URSS que un día tomaron un avión rumbo a Israel.

Hriestein es un hombre afable de 44 años cuya irritada tez delata extraordinaria vulnerabilidad al sol veraniego del Levante y que ha descubierto -demasiado tarde- que sus dos diplomas de profesor de matemáticas de la Universidad de Leningrado (ahora San Petersburgo) valen tan poco como las promesas de los políticos de Israel.Por lo tanto, cada mañana llega hasta una esquina sombreada de la calle Ben Yehuda, en Jerusalén, y con dignidad académica abre un taburete plegable de aluminio. Luego, balanceándose para contrarrestar la hinchazón de su tobillo izquierdo, comienza a entonar las estrofas más tristes de la ópera Eugenio Oneguín. Sobre el taburete yace su viejo portafolio de piel. Un día contenía sus estudios. Hoy recibe monedas de peatones apresurados.

"Hay que ganarse la vida", explica el profesor Hriestein enjugándose la frente. "Los alquileres están cada día mas altos y no encuentro trabajo". La amarga resignación de su rostro habla del desencanto de miles de judíos de la ex URSS que se despidieron de su tierra y tomaron el avión a Israel. El Gobierno de Tel Aviv contempla recibir un millón de judíos de la ex URSS, pero tales planes están supeditados a la ayuda económica internacional que reciba Israel, especialmente de EE UU.

Esperanzas frustradas

Muchos de los 400.000 inmigrantes que hoy componen el 10% de la población israelí se aferraron al sionismo porque era un salvoconducto a una vida mejor. Un buen sector de ellos engrosan hoy las filas de un fenómeno cuasi nihilista en Israel. Hreistein lo dice sin titubeos: "Ya no creo en nada ni en nadie". Analizando restrospectivamente su decisión de emigrar, añade: "Me equivoqué".A veces, dice, le asalta la idea de hacer las maletas y regresar a Rusia. Pero ha contraído deudas que su sueldo en San Petersburgo no le permitiría sanear. Chaikovski y la compasión popular en la calle Ben Yehuda rinden, sin duda, más dividendos. Sesenta shekels (unas 2.700 pesetas) al día ayudan a pagar el alquiler del profesor. Su mujer trabaja por las mañanas como sirvienta. Ya hablan y leen el hebreo, pero las perspectivas de que David Hriestein vuelva a las aulas o encuentre un trabajo mejor permanecen más que remotas.

El partido Likud del primer ministro, Isaac Shamir, y los laboristas de su principal rival, Isaac Rabin, no están, por supuesto, sólos en el oportuno empeño por captar el voto de los inmigrantes. Dado el aflujo de judíos de Rusia, África del Norte y Etiopía, puede ser un voto crucial. Pero el afán de los políticos no ha hecho sino confundir a los recién llegados y -convenientemente- recién descubiertos.

La alternativa obvia sería votar por el Da, el partido Democracia y Aliya. El capcioso acrónimo quiere decir sí en ruso, aunque no parece haber superado el comprensible escepticismo de los judíos de Rusia. Los judíos rusos en el paro ven con recelo a los políticos, y con justa razón. En el corazón mismo de la Tierra Prometida, una de las cosas que los judíos de la ex Unión Soviética han descubierto es que las colas aquí también son parte integrante de su vida diaria. Hay colas para la sopa gratis en Tel Aviv. En los mercados no es raro ver a rusos peleándose por una amarillenta cabeza de lechuga que un vendedor israelí ha desechado en la acera. Y las colas de judíos rusos en los centros de absorción ya forman parte del paisaje urbano de las ciudades israelíes.

Hay excepciones. Una de ellas está en Beersheba, donde ha florecido una ciudadela de casas refabricadas y calles vacías a mediodía, porque uno de los atractivos de la Aliya (emigración a Israel de los judíos) son las unidades de aire acondicionado bajo el sol de plomo del desierto del Negev. Pero aun en la quietud de esa ciudad nueva, la proximidad de inmigrantes de Etiopía -los falasha- introduce un elemento desconcertante para judíos blancos, un tanto aprensivos a las diferencias raciales. Se han registrado incidentes aislados y ninguno de los responsables de Beersheba niega que se traten de una reacción racista.

"Son los niños los que marcan más las diferencias. Es producto del contraste natural, un tema infantil y sin consecuencias", explica Yevgeni Izenberg, un ingeniero ucraniano que, entre otras cosas, se encarga hoy de buscar empleo para muchos de los desocupados de ese asentamiento de casi 6.000 judíos. "Los etíopes y los judíos de la ex URSS son gente diferente", dice. "Nosotros venimos de un ambiente moderno. Ellos, de un mundo primitivo", añade.

La paz con los árabes

Algunos expertos israelíes opinan que para la nueva generación el factor unificante va a ser el servicio militar obligatorio, y quizás, tengan razón. Quizás no. La óptica de los inmigrantes en materia de defensa puede a veces resultar diametralmente opuesta. Todos son conscientes de que la paz en Israel depende exclusivamente del sesgo que adopte el nuevo Gobierno. Con Shamir, las posibilidades de un acuerdo con los árabes son más precarias que con Rabin, cuya campaña aboga por hacer concesiones políticas y territoriales para los palestinos. Es allí donde reside, en gran parte, la semilla de la división en Israel.Leonid Zirotrinski, un joven inmigrante de Tashkent, dice que va a votar por el Likud "por que sólo Shamir garatizará la integridad de Israel". Yuri Sharski un carpintero desocupado de Beersheba, habla de su entusiasmo por la plataforma laborista. "Rabin trabaja por la paz", dice. Tras una pausa, añade. "Y eso es lo importante. Habiendo emigrado de la hambruna en la ex URSS no quiero que mis hijos mueran en una guerra".

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