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Los colores del Guerníca

Con la próxima mudanza, el Guernica gris se hará dorado. Como es sabido, los cuadros cambian de color a lo largo del tiempo: los barnices envejecen, se oscurecen los aglutinantes, se alteran los pigmentos y las supeficies se craquelan. Pero los cuadros también modifican su apariencia al trasladarse de un lugar a otro: las condiciones de iluminación, la altura a la que se colocan, la. distancia desde la que se contemplan y el entorno que les rodea alteran significativamente el aspecto de un lienzo. Si. como decían los viejos tratadistas, "el tiempo también pinta" no pinta menos el espacio. Y junto al tiempo y el espacio, la que finalmente pinta es la mirada.El Guernica lleva algo más de medio siglo viajando en el espacio y en el tiempo. Durante ese largo trayecto han sido muchas y muy diferentes tu miradas que han pintado la tela, muchos y muy distintos los colores de los que el lienzo ha sido soporte material. La enorme superficie gris de la pintura ha transitado por las retinas y la memoria como un gran vidrio azogado que nos devuelve nuestra propia imagen. Cuando se exponga en el reducto a cuadro que para él se ha dispuesto en el Reina Sofía, el cuadro añadirá a sus encarnaciones grises una pátina dorada.

Es probable que el lienzo sólo estuviese coloreado con pigmentos en su lugar de origen. Bajo los altos ventanales del taller de Picasso en la Rue des Grans Augustins, la grisalla extraía su repertorio cromático del grafito, del gouache gris y del blanco de bario de los estudios preparatorios, pero también de la tinta imprecisa de los periódicos que recogían las estremecedoras noticias de España. En las fotografías luminosas de Dora Maar, los ojos del pintor tienen un reflejo vítreo y helado.

En su emplazamiento del pabellón de España -el porche abierto de la entrada-, el lienzo se transformó en mural. Al colocarlo en el lugar reservado por los arquitectos Sert y jacasa, los colores del Guernica se modificaron también. En aquel pabellón ligero y transparente, de vidrio, metal, fibrocemento y toldos blancos, y en el París del verano de 1937, los que lo vieron pudieron constatar que estaba pintado con grises acerados. Tras los fotomontajes de la fachada, y junto a la fuente de Calder y las esculturas de cemento blanco del propio Picasso, el Guernica fue, por unos meses, gris de mercurio y humo.

Durante su largo exilio americano, la obra tuvo dos vidas diferentes, y dos colores también. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York, la tela se convirtió en un icono mediático, un gigantesco fotograma congelado en la pantalla del arte del siglo. Sus grises fueron entonces los de las películas en blanco y negro, los grises de las sales de plata de las emulsiones fotográficas que lo llevaron a los libros de texto y a los libros de historia.

Mientras tanto, en España, el Guernica fue un cartel resistente: un signo de identidad militante, inequívoco como un pez trazado en la arena, o un poster juvenil que compartía las chinchetas con otras cristologías del Tercer Mundo. Aquella identidad múltiple en el culto transformó su color: las reproducciones estaban impresas con grises de polvo, de fotocopia y yeso, con el gris denso y tardío de unos tiempos de plomo.

Cuando llegó a Madrid, en septiembre de 1981, enrollado en un gran cilindro, el Guernica no era ya un objeto artístico, político o religioso. Era más bien un expediente administrativo, un bien jurídico y un título internacional de ciudadanía. Al abrir la caja y extender el lienzo sobre el suelo, los restauradores del Ministerio de Cultura constataron que los colores se habían alterado de nuevo. Contrastando con sus batas blancas y planchadas, la tela combinaba el gris opaco de las pistas de cemento con los reflejos de aluminio del vientre de los aviones.

En el Casón, donde ha residido durante una larga década, alojado en una urna ceremoniosa, el Guernica se ha integrado en el paisaje madrileño como una postal turística más, no muy distinta del sepulcro o las reliquias de un santo cuya vida nadie conoce bien, pero cuyos restos todavía atraen a multitudes piadosas. Esa capilla frente al Retiro alberga hoy un retablo venerado, pintado con los grises castizos de la pizarra, las nubes y el granito.

El próximo destino del cuadro en su trayecto por el espacio y por el tiempo será -como es notorio- una cámara blindada preparada al efecto en la nave capitana de la política cultural socialista, ese indeciso paquebote que ni siquiera ha logrado dotarse de unas siglas decorosas, navegando por ahora bajo el pabellón de conveniencia del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS). Tras la luna de seguridad y bajo los focos, en un curioso edículo situado en el eje del edificio, pero paradójicamente tangencial a la circulación de los visitantes -de manera que ocupará un lugar central sin que éstos lo adviertan-, el Guernica experimentará una nueva metamorfosis cromática.

El toro y el caballo, las llamas y los gritos, la lámpara y la espada serán grises: grises del hormigón armado, de la piedra magnética que atrae limaduras de hierro, de los tomos de entrada que cuentan visitantes, de los trajes discretos de funcionarios satisfechos; grises con el brillo argénteo de la madurez acomodada. En ésta su séptima encarnación, el lienzo que fue denuncia y propaganda, icono y cartel, pasaporte y postal, alcanzará por fin el destino manifiesto del arte contemporáneo: devenir puro valor, reclamo comercial en el escaparate acorazado del museo. Desde su emplazamiento final en el Reina Sofia, el gran espejo del Guernica nos devolverá una imagen gris con reflejos dorados. Tal debe ser -imagino- el retrato de los tiempos y el color de nuestra mirada.

L. Fernández-Galiano es arquitecto.

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