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Evitar los disparates

Que los órganos del Estado deben cumplir sus obligaciones constitucionales "en tiempo y forma" es una de esas "verdades palmarias que no admiten racional contradicción", como habrían dicho nuestros constituyentes de 1845. Más todavía cuando el órgano es el Congreso de los Diputados, esto es, el máximo representante del pueblo español, y cuando su obligación constitucional se refiere a la composición del Tribunal Constitucional, el "máximo intérprete de la Constitución".De ahí que sea perfectamente comprensible la irritación y la indignación incluso de la opinión pública ante el espectáculo al que estamos asistiendo desde hace algo más de tres meses. La incapacidad del Congreso de los Diputados para cumplir con su obligación de renovar parcialmente el Tribunal Constitucional está adquiriendo tintes escandalosos.

Pero la irritación e indignación no deben ofuscarnos. Es importante que se cumplan los plazos, pero no lo es menos que se proceda en la "forma constitucionalmente correcta". El que nos encontremos en cierta medida en un atolladero por el incumplimiento del plazo previsto en la Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional no quiere decir que debamos salir del mismo de cualquier manera. Lo que está en juego es de suficiente importancia como para que mantengamos la cabeza fría y no demos pasos que puedan conducimos a un verdadero disparate.

Y un verdadero disparate sería sustituir la iniciativa parlamentaria para la renovación de los magistrados del Tribunal Constitucional por una iniciativa de otro tipo: judicial, de los colegios de abogados, de las universidades, de las comunidades autónomas o cualquier otra que pudiera imaginarse.

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La iniciativa parlamentaria no es una de las fórmulas posibles que estaban a disposición del constituyente de 1978, sino que es la única fórmula coherente con el modelo de justicia constitucional europeo, que es el que la Constitución Española incorpora. No se trata, por tanto, de un tema baladí, sino de la máxima importancia, ya que todo lo que suponga alejamos de ella supone de hecho desnaturalizar el sistema de justicia constitucional definido por el constituyente y que es, además, el único que ha funcionado de manera salisfáctoria en la experiencia continental europea (también en España en estos 12 años).

Y es así porque el Tribunal Constitucional no es un tribunal de justicia, sino un órgano ad hoc creado por el constituyente con la misión de garantizar la supremacía de la Constitución sobre las demás normas del ordenamiento y preservar de esta manera el pacto constituyente frente a su posible alteración unilateral por la mayoría parlamentaria.

La Constitución Española así lo establece con toda claridad. Mientras que dedica el título VI al Poder Judicial, al que confía en régimen de monopolio la tarea de administrar justicia, regula al Tribunal Constitucional en el título IX, esto es, en el título que antecede inmediatamente al dedicado a la reforma de la Constitución, con los que se cierra el edificio constitucional.

La reforma de la justicia constitucional es la misma que la de la reforma de la Constitución. Ambas son garantías constitucionales, esto es, instrumentos de defensa de la Constitución, del pacto constituyente frente a su posible desnaturalización por la simple mayoría parlamentaria resultante de unas elecciones. Y de ahí la exigencia de mayorías parlamentarias muy reforzadas e idénticas para la reforma de la Constitución y para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional (tres quintos de. los miembros de derecho de la Cámara).

En ambos casos se trata de que el Parlamento reproduzca el consenso político que condujo a la elaboración de la Constitución. De la misma manera que hizo falta un compromiso, una transacción entre posiciones diversas, para que el texto constitucional tuviera una aceptación mayoritaria por los partidos parlamentarios y por la sociedad, así también debe hacerse para cualquier reforma de dicho texto y para designar a las personas que tendrán que velar para que no se altere el pacto constituyente a menos que exista esa mayoría parlamentaria muy cualificada.

El Tribunal Constitucional es, por tanto, un órgano que tiene que desarrollar una tarea en la que inextricablemente se anudan elementos políticos y jurídicos, aunque debe resolverlos con ayuda de la técnica jurídica. Pues el Tribunal Constitucional lo que tiene básicamente que hacer es impedir que, a la hora de interpretar la Constitución, el Parlamento dicte leyes de desarrollo de la misma que desvirtúen la voluntad del constituyente. O dicho de otra manera: es el guardián que debe evitar que el Parlamento traspase la línea que divide la potestad constituyente de la potestad constituida.

El Tribunal Constitucional es, pues, el intérprete de la opinión pública constitucional difusa en la sociedad, que tiene que determinar, llegado el caso, cuáles son los límites que el pacto constituyente impone a los poderes constituidos y singularmente al Parlamento.

Por eso en las designaciones de sus miembros no se puede seguir un criterio exclusivamente profesional, sino que el criterio profesional debe ser condición necesaria, pero no suficiente. Por supuesto que los magistrados deben ser personas de prestigio reconocido, pero además tienen que ser las personas que la sociedad considere que tienen la sensibilidad adecuada para determinar cuáles son los límites más allá de los cuales no es posible actualizar el pacto constituyente.

Y esta tarea, en una sociedad democrática, no puede hacerla más que el Parlamento con esas mayorías cualificadas. No hay ninguna otra instancia, por muy cualificada profesionalmente que esté, que pueda hacerlo. Ni siquiera intervenir en el proceso. No hay otra alternativa que la negociación parlamentaria, que la reproducción de un consenso similar al que condujo a la redacción de la Constitución. Consultando los partidos a quienes consideren que tiene que consultar. Pero sin abdicar de su responsabilidad y limitarse a hacer suyas listas elaboradas por otros.

Eso es una barbaridad que desnaturalizaría el sistema querido por el constituyente y que únicamente puede conducir a un desastre. El Tribunal Constitucional tiene que tener una legitimación democrática indiscutible. Sólo el Parlamento puede dársela, y dársela además a través de un proceso de negociación entre los partidos que genere el consenso indispensable para que el Tribunal Constitucional tenga la legitimidad de origen que debe tener. Entre otras razones, además, porque los magistrados, una vez designados, no pueden ser controlados de manera institucionalizada, y la única forma que tiene la sociedad de pronunciarse sobre su trabajo es haciendo responsables a quienes los designaron y pasándoles la factura en las próximas elecciones.

El Congreso de los Diputados, y únicamente el Congreso de los Diputados, puede resolver el problema. Esto no tiene nada que ver con cuotas y cosas por el estilo. Tiene que ver con la recreación de un consenso similar al constituyente, que siempre ha de hacerse teniendo en cuenta el peso que a las distintas opciones políticas les ha otorgado el cuerpo electoral en las elecciones generales.

La sociedad española tiene derecho a exigir que de una vez se deje de dar largas al asunto y se actúe de manera constitucionalmente correcta.

Javier Pérez Royo es rector de la Universidad de Sevilla.

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