Al día
Los que tienen buen corazón ya no saben a quién llorar. Cada día suceden varias tragedias, y éstas, a través de las imágenes, se juntan con los restos de tarta en la sobremesa o llegan de noche hasta el pie de la cama. Hay un surtido muy variado donde escoger: niños famélicos llenos de moscas, cadáveres destripados por cualquier bombardeo, camillas que se llevan a los sacrificados en el último atentado, campamentos de refugiados en el desierto o inmigrantes que mueren ahogados frente a las costas del paraíso. Las catástrofes se renuevan todas las mañanas como una corriente que se va abriendo camino, y dentro de ella las víctimas y los verdugos pueden ser idénticos o distintos y están en todas partes. A esto se debe añadirla desdicha que uno arrastra interiormente, que también cambia de rostro todas las tardes. No tiene el corazón tantas habitaciones para albergar esa avalancha diaria de supervivientes, empezando por uno mismo. La piedad humana se neutraliza cuando la maldad se convierte en un espectáculo general. Personalmente he tomado unas nuevas medidas del mundo para salvar mi sentimiento: la historia universal será lo que acontezca en 300 metros a mi alrededor sólo en el día. Dentro de esa pequeña circunferencia existen suficientes pasiones para cabalgar de un modo desenfrenado. El ayer ya no existe, sus hecatombes han envejecido con suma rapidez y más allá del círculo que trazan los sentidos corporales sólo están las imágenes de algodón sonrosado en una pantalla junto a la voz almibarada que habla de muertos cuyo plasma se une al anuncio de un zumo de tomate, pero, en el ámbito que uno crea al desplazarse por la calle a cualquier hora, descubre gente que exhibe su felicidad o infortunio a la medida del corazón, y entonces cualquiera puede sentirse vivo y comprometido. Para evitar que mi piedad se pierda en un catálogo general de desgracias, en adelante sólo me rebelaré ante la injusticia que suceda hoy, sólo lloraré ante los cadáveres conocidos. No hay tiempo para más.
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