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Agua

Manuel Rivas

Nadie da un duro por las palabras.En Los Ángeles, durante los disturbios, la cámara se acerca y un periodista pregunta el porqué a dos amotinados: "¿Que por qué? ¡Que te den por saco?". Es posible que no tuvieran ninguna razón. Es posible que anduvieran sobrados. Las historias sin palabras son siempre las que más preguntas dejan en el aire.

Conozco gente que ante una cámara ni siquiera diría eso. Harían una mueca como Samuel Beckett y se perderían en una esquina. Si acaso, musitarían un monosílabo.

La desconfianza hacia las palabras forma ya casi parte M instinto de supervivencia contemporáneo. La sociedad de los medios de masas es, en gran medida, la sociedad de la incomunicación. El sentido de las palabras se ahoga en la saturación de los discursos, en la retórica, y las palabras acaban siendo peleles de serrín que se despeñan en medio de la indiferencia general.

Hemos progresado tanto en el doble sentido de la existencia, que si yo digo ahora mismo que vivimos en el mejor de los mundos posibles es probable que suene muy parecido a pregonar que vamos hacia uno de los infiernos posibles si nadie lo remedia. Y como muy bien se encargan de recordarnos cada dos por tres los directivos de la Federación de Caza, los empresario.s taurinos y los directivos de empresas contaminantes, todos somos ecologistas.

Algunas de las multinacionales más implicadas en producciones tóxicas y en la carrera armamentística lavan su imagen con departamentos verdes y se apresuran a beneficiarse saneando, con cargo a los presupuestos públicos, lo que antes contaminaron. Si rascásemos en muchas vallas publicitarias con estética verde es posible que descubriéramos la verdadera consigna nunca proclamada: "There is sheet, there is money" ("Hay mierda, hay dinero"). Nadie da un duro por las palabras, pero la retórica puede llegar a ser un buen modo de vida.

En 1977, sólo en Ginebra, 52.000 expertos participaron en 1.020 reuniones sobre el Tercer Mundo, con 14.000 sesiones de trabajo. Pueden añadirse las reuniones específicas al trabajo regular cotidiano de los 20.000 funcionarios internacionales de las 110 organizaciones internacionales que tienen su sede en la ciudad suiza. Leo estos datos, de procedencia oficial, en el último informe del Club de Roma y en un párrafo que no tiene desperdicio: "Debemos incluir también los miles de reuniones celebradas en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York; en el Banco Mundial, en Washington; en la Comunidad Europea, en Bruselas; en la FAO, en Roma, y en los incontables organismos regionales y subregionales que operan en los países en vías de desarrollo. En 13 años, ha habido una desmedida inflación de reuniones de este tipo, y nadie ha sumado nunca los presupuestos así gastados en billetes de avión, hoteles de lujo y en la publicación y distribución de todos y cada uno de los diversos informes y recomendaciones. No sólo se ha observado escaso progreso en la materia, sino que debemos reconocer, además, que la pobreza, el hambre y la desnutrición han continuado aumentando en muchos de los países del Sur. Un fenómeno análogo se ha observado recientemente en lo que a problemas inedioambientales se refiere, en un vertiginoso factór multiplicador".

No sería demasiado original si digo que la Cumbre de la Tierra tiene también las trazas de ser un derroche retórico y un fracaso práctico. De esta conferencia de Naciones Unidas sobre medio ambiente y desarrollo debiera salir una Carta de la Tierra, una especie de constitución planetaria medioambiental para el siglo XXI, y la Agenda 21, un programa resolutivo en el que concretarán objetivos, con plazos y medios para alcanzarlos. De hecho, habrá carta y habrá agenda, pero los portavoces de las organizaciones no gubernamentales que siguieron durante dos años las reuniones preparatorias han llegado a conclusiones descorazonadoras sobre su contenido final, en gran parte reducido al capítulo de las buenas intenciones. Por decirlo al modo de Lao Tsé, las palabras verdaderas han sido sustituidas por palabras agradables, y el mejor de los mundos posibles ha decorado la fachada del infierno.

Quizá George Bush, de entre los gobernantes, es el gran hamleto de esta historia: comenzó presentándose como un adalidecologista y ahora, en la tesitura de tirar del ovillo, se conáume en las Judas. Paga la pena fijarse en él no sólo por su condición de dirigente de la mayor potencia mundial, sino también porque ilustra como. pocos el drama de los gobernantes de nuestro tiempúante la encrucijada ecológica: no pueden decir la verdad, no pueden ocultar la verdad. No pueden ser pesimistas (¿quién confia sus votos, su coche y su hacienda a un pesimista?), pero tampoco son pánfilos. Bush pertenece a un ciclo de gobernantes que saben que ya no pueden ridiculizar los planteamientos ecológicos sin caer ellos mismos en el ridículo: su forma de ganar tiempo y hacérnoslo perder es situar en el campo de un indefinido futuro las grandes cuestiones. No pueden ignorar ya el nuevo sentido común de la cultura medioambientalista, pero son cautivos, de un modelo de progreso regresivo y sobreestiman a ciertos grupos de presión tanto como subestiman a los movimientos de opinión que son la honra de nuestra época. Y es ahí, en ese quiero y no puedo, puedo y no quiero, donde descarnan y despellejan a las palabras. El peral se hace olmo y nos increpa: "¿Vosotros qué os creéis?, ¿vais a pedirle peras al olmo y uvas al sabugo?

La Cumbre va a tener, sin duda, algunas consecuencias positivas, pero resulta un poco simple, además de oneroso, pensar, como se ha afirmado, que ya es un éxito por el hecho de que se celebre. Gracias a los medios de comunicación, la cita puede facilitar la divulgación popular de aspectos medioambientales, y bien venido todo eso, pero el objetivo era mucho más ambicioso. Río sólo tenía sentido si se iba más allá, mucho más allá, de Estocolmo. Río debía significar una inflexión histórica en el papel representado por los organismos intemacionales; pasar de la enunciación a la resolución. El secretario general de la Cumbre de la Tierra, Maurice Strong, ha insistido en que los representantes de casi dos centenares de Gobiernos no han podido estar trabajando en vano durante dos años. Ha insistido también en que habrá un: programa, la Agenda 21, con financiación comprometida y una gestión estable vinculada a la ONU.

Sin cuestionar algunos avances sectoriales, en otros aspectos la Cumbre de Río puede suponer un retroceso en relación con la Declaración de Estocolmo. Así, en el campo de los principios, el proyecto de Carta de la Tierra evita pronunciarse contra las armas y pruebas nucleares y otras armas de destrucción masiva, aunque sugiere un poco de delicadeza y buenos mocTales en caso de guerra: "Los Estados deben, por tanto, respetar la ley internacional, protegiendo el medio ambiente en caso de conflicto armado y cooperar para su futuro desarrollo".

En el programa de actuaciones hay grandes lagunas que llaman la atención sobre otras tantas prioridades. Greenpeace, con un seguimiento exhaustivo de las sesiones preparatorias, ha destacado carencias dificilmente explicables: no incluye un plan urgente para salvar lo que aún queda de las selvas y bosques del,planeta, no incluye la prohibición permanente de los vertidos radiactivos al mar ni el objetivo de un futuro libre de la energía nuclear, no hace referencia a la urgente necesidad de regular la industria de la biotecnología, no adopta medidas para prohibir la exportación de residuos tóxicos, noadopta unas directrices para el desarrollo de una producción limpia...

Pero, sobre todo, de no mediar sorpresa, Río será citada en el próximo siglo como la Cumbre de la Tierra en la que no se adoptó un calendario concreto para congelar y reducir progresivamente las emisiones de C02 y demás gases de invernadero, con una relación causal con el cambio climático y el calentamiento global del planeta. Panza arriba, fuertes intereses corporativos pugnan por retrasar lo inevitable. En el tira y afloja es comprensible que ellos tiren, pero no resulta tan normal que los que están obligados a defender la salud y el futuro de la humanidad aflojen tan fácilmente.

Es cierto que la gente debería confiar un poco más en los gobernantes, sobre todo en aquellos que tiene, oportunidad de echar democráticamente. Pero también, y sobre todo, los gobernantes deberían confiar más en la gente. Explicar que las conclusiones a las que lleva la razón pueden ser incómodas pero necesarias, plantear objetivos más ambiciosos y apostar por conseguirlos. Veríamos hasta qué punto serían seguidos.

De forma casi milagrosa, fundamentalmente gracias al trabajo de organizaciones no gubernamentales, en apenas 20 años se ha producido una toma de conciencia mundial sobre el medio. ambiente. Paralelamente, los problemas se han agravado por multiplicación y acumulación. Esa revolución del pensamiento, que sintetiza roman-ticismo e ilustración, puede ser acaso el rostro más positivo y la mejor herencia de un siglo pródigo en barbaridades. Nombrando las cosas por su nombre, es posible que ese pensamiento salve esas cosas al tiempo que devuelve algo de sentido y confianza a las palabras.

Se acerca la cámara y el entrevistador pregunta: "¿Qué busca en la vida?". Beckett, antes de perderse en una esquina, responde: "Agua. Por cierto, ¿cuándo dejarán de llamarle mal tiempo a la lluvia?".

Manuel Rivas es escritor y periodista.

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