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Defensa de Estados Unidos

Sí, defiendo a Estados Unidos. Lo defiendo también de cierta corriente de opinión que se muestra extremadamente crítica hacia este país, y con la que me encontré en el transcurso de una serie de reuniones que mantuve durante mi reciente viaje a Estados Unidos. El viaje superó todas mis expectativas, tanto por la sinceridad que encontré como por la singularidad y profundidad de mis experiencias. Por primera vez fui realmente capaz de ver de cerca ese gran país que sigue teniendo una poderosa influencia en el destino del mundo. Defiendo a Estados Unidos precisamente porque no lo encontré satisfecho consigo mismo, ni subido a un pedestal mirando desde arriba con presunción al resto del planeta.Recuerdo que mis primeras impresiones de ese país, forjadas a partir de anteriores visitas, eran completamente diferentes y reflejaban también la actitud de muchos de sus representantes. Por otro lado, hoy Estados Unidos está pensando en sus problemas internos y en su papel en un mundo que está experimentando los cambios implacables que ha traído consigo el, final de la guerra fría. Considero esta tendencia como un signo de vitalidad y fuerza y, francamente, me complace bastante. En el transcurso de mis contactos políticos con nuestros interlocutores norteamericanos, insistí en diversas ocasiones en que los cambios en las relaciones internacionales, en las formas de cooperación y en el clima mundial en general no deberían tener lugar a expensas únicamente del país que antes se llamaba Unión Soviética. Encontré un acuerdo de opinión cada vez mayor sobre este tema, a medida que muchos van viendo claro que todo el mundo tendrá que hacer cambios. Y Estados Unidos no es una excepción. Encontré una concienciación especialmente clara a este respecto entre los intelectuales, muchos de los cuales consideran que ese país atraviesa una crisis de liderazgo. Creo que la actual campaña electoral todavía no ha sido capaz de proporcionar respuestas a las preguntas a las que Estados Unidos tiene que hacer frente.

Asimismo encontré una insatisfacción semejante en la clase media, aunque respaldada por menos rigor crítico. Debo decir que esto también fue una sorpresa para mí y me hizo percibir de manera diferente la actual situación del país. Hablé con empresarios de muchos Estados, con representantes de pequeñas y medianas empresas. Y creo que su descontento es un signo incluso más significativo y grave que la actitud crítica de los intelectuales, puesto que representan de hecho el estrato social más importante de la sociedad norteamericana. Se quejan de la actual Administración, cuya atención se centra sólo en la gran empresa. Pero incluso esta última ha empezado a plantear cuestiones (tal vez en un tono menos apremiante) en relación con los cambios que están teniendo lugar en la sociedad y en la economía norteamericanas.

En resumen, el reconocimiento de la necesidad de cambios ineludibles recorre todos los estratos sociales y encuentra una expresión explícita en las fuerzas políticas democráticas y en las organizaciones que representan a la población negra. Durante mi encuentro con Jesse Jackson, éste se refirió a cómo estas organizaciones están planteando la cuestión de la crisis de las instituciones políticas, de una "crisis de la democracia". Y parte de los intelectuales comparte este punto de vista. No obstante, no creo que haya una "crisis del sistema"; más bien considero estas declaraciones como un producto de la retórica electoral. Pero los problemas existen y son innegables. Y lo que vi en Los Ángeles después de los disturbios no deja la menor duda en cuanto a sus proporciones. En efecto, la pobreza es evidente y hay decenas de millones de personas que se encuentran por debajo de ese umbral. La nueva Administración no podrá ignorar este problema. Y también es cierto que los sistemas de asistencia sanitaria y educación pública son duramente criticados. Éstos son problemas serios, que han levantado a la gente y que amenazan la paz social de la nación.

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Pero con más razón, como he dicho, eso hace necesaria la defensa de mis amigos norteamericanos, los valores y las instituciones fundamentales de la democracia norteamericana. En primer lugar, porque esa democracia tiene una gran fuerza latente; y en segundo lugar, porque permite que el país haga frente a sus problemas y, lo que es más importante, le permite comprender su origen. Estados Unidos sigue siendo una sociedad abierta, en la que se expresan los conflictos y las fuerzas chocan de manera dinámica. Y esto es una condición necesaria, si bien no suficiente, para su resolución.

Lo que yo vi es una sociedad que tiene a su disposición no sólo una gran fuerza económica y política, sino también el potencial intelectual necesario para analizar sus propias condiciones y para definir nuevas políticas. Éstos son signos de una democracia que goza de buena salud.

No hay muchos lugares en el mundo donde una asamblea de 15.000 personas (como fue el caso en Fulton) pueda escuchar un discurso de 45 minutos escrito para un público versado en cuestiones técnicas, comprendiendo la exposición en sus mínimos detalles y reaccionando ante los más sutiles matices. Una audiencia de ese tipo no puede improvisarse. Sólo puede existir si hay miles y miles de ciudadanos que ya han discutido esas cuestiones y han formulado su propio punto de vista. Y descubrí que sucedía lo mismo en Stanford, ante 12.000 oyentes reunidos para escuchar una presentación sobre el estado de la ley, y en otros lugares.

También aprendí algo en este viaje. Desde el inicio de mi actividad supe que no sería posible cambiar la situación internacional sin llevar las relaciones soviético-norteamericanas a un nuevo plano. Yo ya estaba bastante familiarizado con los procedimientos políticos, económicos y estratégicos que se practicaban en Occidente. Recuerdo que, en uno de nuestros primeros encuentros, le dije a Reagan: "Por favor, no me presente a Estados Unidos como un templo en lo alto de una colina y el resto del mundo en la sombra. Estas cosas pueden funcionar con la prensa, pero no conmigo. Conozco Estados Unidos, sus posibilidades, sus puntos fuertes y sus puntos débiles y sus problemas". Así era. Pero también era cierto que yo no estaba libre (ni tampoco mis colegas occidentales) de los estereotipos de la guerra fría. Estábamos acostumbrados a escudriñarnos los unos a los otros a través de las finas grietas del telón de acero, y también nos estorbaban las lentes que utilizábamos para mirar. Por todo ello, ahora me doy cuenta de que mi comprensión de Estados Unidos es el resultado de un proceso que parte de una variedad de fuentes, tanto aprendidas como derivadas de contactos directos con los norteamericanos. Es un proceso que aún continúa. A propósito de esto, he leído que el director de la CIA, Robert Gates, reconoce ahora que la parte norteamericana también había juzgado erróneamente nuestras posibilidades e intenciones, y puede que de una manera no del todo inocente. Ambas partes distorsionaron información con el fin de demostrar la necesidad de programas militares que, al final, agotaron una gran cantidad de la energía vital de nuestros dos países.

Sabía que en Estados Unidos me encontraría con críticos y adversarios que no se mostrarían riada afectuosos a la hora de tratar mis ideas. Pero había una cuestión que quería plantear y eso fue precisamente lo que hice. Ciertos sectores de la sociedad norteamericana piensan que por fin ha llegado el momento de que Estados Unidos afirme su reivindicación exclusiva del papel de líder del mundo -incluido el papel de policía del mundo-. Si esa idea prevaleciera, sus consecuencias serían completamente negativas y en primer lugar para los propios norteamericanos. El mundo rechazaría semejante pretensión, que además de ser una mala interpretación resulta impracticable. Los esfuerzos en esta línea sólo lograrían disminuir el papel de Estados Unidos y no ampliarlo.

Los que sólo quieren dominar son incapaces de aprender. Y Estados Unidos no podrá actuar con sensatez, ni en la ac-

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tualidad ni en el futuro, a menos que también esté dispuesto a aprender. Por ejemplo, debería aprender de esos países europeos que han tenido más éxito a la hora de hacer frente a cuestiones cruciales de política social. Además creo que el ganador de las elecciones será el candidato que tome la iniciativa a la hora de presentar un audaz programa de medidas que se corresponda con las exigencias y necesidades de los próximos años.

Como hombre que ha aportado su parte a la mejora de las relaciones soviético-norteamericanas y que espera que progresen las relaciones ruso-norteamericanas, creo que tengo derecho moral a hablar abiertamente acerca de estas cuestiones. Y eso es precisamente lo que hice en mi encuentro con el presidente Bush. Tengo la impresión de que el presidente, junto con Baker y Scowcroft, escuchó lo que yo tenía que decir. En las declaraciones programáticas del presidente y del secretario de Estado se hacen patentes los primeros esfuerzos por definir un nuevo papel para Estados Unidos. Pero, en mi opinión, requieren un mayor desarrollo. El mundo entero, así como la propia sociedad norteamericana, está a la espera de señales claras en cuanto a las nuevas relaciones internacionales, para hoy y para el futuro, que la Administración intenta construir.

Hay un último aspecto de esta cuestión que me gustaría discutir. Se refiere a las relaciones con Rusia. He oído opiniones como "en Estados Unidos ya tenemos bastante con nuestros propios problemas". Esas opiniones son una muestra de cortedad de miras. Actualmente Estados Unidos se está ahorrando 5.000 millones de dólares gracias a que la carrera de armamento ha llegado a su fin. En la reunión de los siete grandes mantenida en Londres, las reservas expres adas por norteamericanos y japoneses impidieron que se tomara una decisión en relación con la ayuda de emergencia para apoyar las reformas que están teniendo lugar en Rusia. Los meses siguientes fueron espantosos. Espero que ese error no se repita. Rusia necesita urgentemente asistencia ahora. La cantidad de ayuda solicitada es razonable, incluso podría decirse que modesta, dadas las dimensiones del problema. No hay tiempo que perder, porque ahora el tren puede marcharse de la estación en cualquier momento. El Gobierno ruso debe corregir ciertos aspectos de su política de reformas, pero Occidente no debe demorarse más. Ni debería imponer criterios excesivamente rígidos y abstractos que pasen por alto las características específicas de la situación rusa en el momento presente. Al Gobierno ruso no le queda más remedio que tener en cuenta esas características, porque de otro modo estaría condenado al fracaso. Ésta es, pues, mi respuesta a la pregunta: "¿A quién debemos ayudar?". En interés de todos: a Rusia. Sencillamente porque Rusia ya está completamente implicada en un programa de reforma. La estabilización de Rusia, encaminándola por el sendero que la llevaría a superar la crisis, puede tener un efecto decisivo en todas las naciones que fueron parte de la Unión Soviética y en la totalidad del proceso de paz internacional.

Mijaíl Gorbachov fue el último presidente de la desaparecida URSS. Copyright La Stampa 1992.

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