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La política sin soberbia

No parece aventurado asegurar que el siglo XXI, ya tan próximo, habrá de conocer profundas transformaciones no sólo en el sugestivo campo de la tecnología, sino principalmente en el horizonte de la convivencia, de las relaciones sociales y, en suma, de la aplicación de las ideas e incluso de las ideas mismas.Llegamos al final de una centuria que se inició con una serie de cambios convulsivos en el pensamiento humano. En la primera década de este siglo, quizá la más revolucionaria de la historia del hombre, se estableció por Sigmund Freud un método radicalmente nuevo para el conocimiento de la mente humana, se demostraron las insuficiencias de la geometría euclidiana y la física newtoniana y, sobre la teoría de las cuantas de Plank, Albert Einstein construyó la teoría especial de la relatividad, que modificó de forma absoluta la interpretación de las leyes por las que se rige el universo. Y Arnold Schoenberg, al componer Drei Klavierstücke, destruyó el secular concepto de la tonalidad tan eficazmente como Einstein había destruido la física de Newton.

Nuestros contemporáneos más ancianos han pasado del coche de caballos a la aeronave como en un sueño de Julio Verne. Han sido 100 años convulsos, en los que la humanidad no se ha ahorrado horrores, pero en los que, como compensación natural y lógica en un periodo tan dilatado, no han faltado tampoco trascendentales manifestaciones positivas.

En el terreno de la organización de la convivencia ha sabido luchar y ha vencido el sistema democrático, atacado una y otra vez por las tentaciones totalitarias que con mayor o menor fortuna han supuesto cíclicos azotes a lo largo de los tiempos. Con una generalización a nivel universal, la democracia tensa sus posibilidades y, de alguna manera, su concepto se confunde con el propio concepto de civilización, de modo que no se entiende una sociedad civilizada -en el alcance más primario y directo del término- sin que sea, a la vez y por ello, una sociedad democrática.

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En este camino de transformaciones al que me he referido, muchos pensadores opinan que el mundo que viene debe volver a recuperar una virtud -y una actitud- que la declinante modernidad ha olvidado: la humildad.

Humildad en el más amplio sentido, desde el hombre a su entorno. Desde la propia actitud del hombre aislado a la incidencia en él de la organización social. En este último aspecto, frente al Estado megalómano, paquidérmico, tentacular, se ha acuñado una expresión que me es particularmente grata: el Estado modesto, el Estado suficiente.

El hombre se ha ido sintiendo acosado por el Estado, como un Gulliver en el país de los gigantes, cercado por una tela de araña cada vez más difícil de rasgar que agobia sus iniciativas y limita sus capacidades individuales. Joaquín Leguina, en un reciente artículo en estas mismas páginas, señalaba zozobras, limitaciones, acaso miedos, como características del momento que vivimos. Esta situación de indefensión, que tiene mucho de desorientación y de dejadez, se ha producido precisamente cuando se ha agigantado el Estado, cuando la burocracia se ha convertido en un oscuro túnel kafkiano y cuando alguien pudiera pensar que se ha vuelto a los añejos errores totalitarios del Estado paternalista. Frente al Estado soberbio y abarcador hemos de alzar el Estado humilde y limitado.

De este pecado de soberbia no se libra la organización de la convivencia, la democracia como hoy la entendemos y practicamos. Tras una lectura del último libro de Francis Fukuyama, cualquiera podría deducir que la democracia es el último estadio de la evolución del hombre, el paraíso en la tierra, la plena realización de la historia. Desde ese punto de vista, la democracia se convierte en un nuevo mesianismo, en una nueva ideología total en sí misma que viene a reemplazar y culminar las anteriores. Considero que pensar esto sería un error. La democracia no es un fin en sí misma; es una forma -si bien la mejor- que el hombre se ha dado para gobernarse en sociedad.

Si es verdad que la democracia, como fórmula, ha sabido vencer -no sin sacrificios y dolor- escollos graves, no es menos cierto que vivimos fenómenos alarmantes que manifiestan una peligrosa vuelta a reacciones autoritarias. Así, el crecimiento de opciones xenófobas en Alemania o Francia, el vendaval integrista en amplios escenarios del mundo islámico o el retorno a situaciones de dictadura en países con democracias consolidadas, como Perú, por no hablar de la férrea defensa del totalitarismo en China o de la resistencia desesperada del comunismo cubano.

La democracia es un sistema de equilibrios, pendular, en constante tensión, en el que han de tejerse y destejerse -firmemente, pero con disposición a ceder- compromisos permanentes entre diferentes intereses. Cuando ese necesario escenario de péndulo se vence a un lado, cuando la balanza se desequilibra por el dirigismo o las tentaciones cesaristas, no se produce solamente un episodio circunstancial, sino que se manifiesta un amago de crisis en el sistema. Un personaje tan poco sospechoso como Voltaire pudo escribir que "muy raramente son los hombres dignos de gobernarse a sí mismos". Alcanzar esa dignidad, aspirando a que la democracia sea la mejor de las formas de gobierno y no meramente la menos mala, ha de ser el camino, el compromiso colectivo, para que no podamos hablar de crisis democrática.

Probablemente una de las causas que han generado esa apariencia más o menos real de crisis de la democracia es haberla considerado una fórmula perfecta, independiente de las actitudes o de las voluntades de aquellos que la sirven. En definitiva, un entendimiento de la democracia desde la soberbia y no desde la humildad.

Resulta evidente que humildad no quiere decir mediocridad o entendimiento corto. Pero es preciso saber que nada es perfecto, que todo es susceptible de mejorar. La mediocridad, la instalación en una sociedad mediocrática sin pulso ni horizontes, resignada, nace en gran medida de una falsa satisfacción, de una autocomplacencia siempre estéril.

En la era posindustrial que vivimos existe un claro desfase entre la sociedad, que avanza a un ritmo trepidante, y la política. En el mundo actual ha quedado atrás, como un corredor rezagado, el Estado de bienestar, esa máquina intervencionista y burocrática. Sólo creen en él los supervivientes de un socialismo irreal que por querer ganar el presente se apunta a la segura pérdida del futuro. La sociedad actual, la empresa actual, apuestan por la búsqueda de la excelencia en medio de la competitividad, y el profesional de nuestro tiempo hace precisamente de su profesionalidad una aspiración permanente.

Por el contrario, la política va por otros caminos. Los partidos políticos se diría que no favorecen la búsqueda de la excelencia. En no pocos casos más que cauces de participación política -su razón de ser constitucional- se convierten en máquinas para la conquista o el mantenimiento del poder, merced a sistemas electorales que tienden a favorecer sus aspiraciones y no tanto, ni tan nítidamente, las aspiraciones generales de la sociedad. El ciudadano cree percibir que el político se preocupa más por su inclusión en las listas electorales que por su. formación en el dominio de las materias que habrían de hacer de él un eficaz gestor de la cosa pública. El ciudadano tiene la sensación de contar con unos políticos más dispuestos a servirse a sí mismos, a sus ambiciones e intereses, que a servir al bien común.

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Al cabo, el sistema da la impresión de no generar la selección de los mejores para la dirección de los asuntos públicos. El hombre de la calle distingue a menudo dos especies en la zoología política. De un lado, aquellos a los que les sobra todo y pueden dedicarse cómodamente al menester político. De otro lado, aquellos a los que todo les falta y viven de esa dedicación. Resulta obvio que hay una tercera especie que no suele ser considerada y se supone en extinción: aquellos que tienen vocación de servicio y aspiran a vivir dignamente su labor política, aunque puedan vivir de sus propias profesiones al margen de ella. Debo decir que celebraría ser considerado dentro de esta última especie, pero no deseo alzarme como espejo de nada.

Hay que decir que el descrédito de los políticos, aupado también en buena medida por la falta de humildad, por el error de no saber estar en nuestro sitio y no valorar nuestras limitaciones, se ha ido acrecentando; negarlo sería ingenuo. En este camino hemos caído en imperdonables trampas. Así, por ejemplo, con la excusa de potenciar unos partidos previamente in,existentes y por ello hipotéticamente menguados, caímos en el sistema proporcional y en las listas cerradas. No es menos grave que, por el fantasma de no ser confundidos con los corruptos, elaboramos una férrea legislación de incompatibilidades que cierra la puerta de la política a excelentes profesionales procedentes de las actividades sociales. Es obvio que esa legislación no ha acabado, ni siquiera limitado, la corrupción, una de las enfermedades endémicas de nuestra realidad. Sencillamente se juega a la doble apariencia, lo que da lugar a una lamentable situación esquizofrénica de la que no es fácil liberarse.

La mediocridad ha generado una percepción social negativa y, como toda generalización, injusta. No son pocos quienes consideran antitéticos los términos democracia y eficacia, democracia y honradez, política y competencia. Pero el problema no es el sistema, no es la democracia ni es la política. La percepción social sobre la política y los políticos se ha formado desde las actitudes de quienes ejercen esa función. Escribió Amiel: "Las instituciones no valen más que lo que valgan los hombres que las aplican". La perversión, malicia, eficacia o bondad de un sistema en un determinado momento no hay que buscarlas en el sistema mismo, sino en aquellos que lo malbaratan, utilizan o manipulan.

Seamos conscientes de éstas y otras cuestiones que conforman la realidad que nos ha tocado vivir aquí y ahora, en laEspaña del fin de siglo. Y afrontémoslas con humildad. No mirándonos a nosotros mismos, sino afanándonos en mejorar lo que no nos gusta. Creo que a nuestra joven democracia le faltan ciertas dosis de modestia. No debemos caer en la indiferencia ni en la resignación, pero tampoco en la prepotencia o la autocomplacencia. Solamente asumiendo la realidad, sin ceguera y sin soberbia, podremos conseguir que la política vaya en busca de la excelencia, y así truncaremos el distanciamiento entre el noble ejercicio de la política y la sociedad a la que ha de servir.

Alberto Ruiz Gallardón es presidente del Grupo Parlamentario Popular en el Senado.

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