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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Que sea pacífica

LA HUELGA general del 14-D fue una prueba de fuego para el Gobierno socialista, enfrentado a la evidencia de que no podía seguir contando con la complicidad sindical para desarrollar sus iniciativas. Ese desgarro y la consiguiente pérdida de confianza en sí mismo por parte del Ejecutivo determinó cierto exceso de dramatización que acabó formando parte de las expectativas sindicales. El éxito del paro fue interiorizado por los socialistas como un fracaso propio y, según se sabría después, Felipe González estuvo a punto de arrojar la toalla. Sin embargo, ese efecto no fue definitivo, como demostrarían las elecciones celebradas un año más tarde. Para entonces ya se había puesto en evidencia la incapacidad de las centrales para transformar la fuerza de movilización en eficacia negociadora.Esa experiencia ha influido seguramente para, que el Gobierno no cometa ahora los errores de entonces. Por el contrario, las reticencias de las centrales a aceptar unos servicios mínimos en los transportes públicos que garanticen la libertad de los ciudadanos para elegir entre la huelga o el trabajo evidencian inseguridad en sus propios argumentos por parte de los convocantes. La apuesta de UGT y CC 00 no jonsiste sólo en demostrar que un número considerable de ciudadanos está en desacuerdo con el decreto sobre el desempleo, sino en que ese desacuerdo justifica una huelga general. Es decir, que esta iniciativa es eficaz e imprescindible, hasta el punto de hacer tolerable la pérdida de miles de millones a la economía nacional sin beneficio para nadie.

La encuesta que publica hoy este periódico es bastante expresiva al respecto. Los que están a favor de la huelga (43%) casi duplican a quienes la rechazan (27%), pero el miedo a los piquetes (25%) pesa más que los propios argumentos exhibidos por los sindicatos (23%). Otro componente a tener en cuenta, por unos y otros, es el descontento global con el Gobierno, que suma a la convocatoria de huelga a un 21% de los ciudadanos.

Que las propias centrales no tienen toda la confianza en que esa movilización sea el instrumento más adecuado lo demuestra el que califiquen la huelga del día 28 como una "prirnera respuesta", una especie de ensayo general con todo, al que seguirá otra huelga general 11 más contundente" en otoño. Podría argumentarse que ello prueba la obstinación o la insensibilidad social del Ejecutivo, pero no es seguro que verificar tal demostración justifique los costes políticos y económicos asociados a una movilización de tal envergadura.

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También se ha argumentado diciendo que si no se responde ahora con firmeza vendrán otros decretazos destinados a hacer pagar a los trabajadores -a costa de sus derechos y capacidad adquisitiva- el precio de la convergencia con los países más prósperos del continente. Pero los líderes sindicales llevaban amenazando con la huelga general desde bastante antes de conocerse el plan que orientará dicho proceso. En vísperas del 14-D se argumentó que los sindicatos deben demostrar al menos una vez capacidad para llevar a la práctica las amenazas con las que presionan. El problema es que los sindicatos españoles han abusado tanto del recurso a la huelga en toda clase de conflictos que se han dejado a sí mismos escaso margen de maniobra para modular las respuestas. Lanzados a la escalada, han tardado sólo cuatro años en necesitar otra huelga general para demostrar que no amenazan en vano. Cuanto mayor sea el desfase entre su capacidad de presión y su eficacia mediadora en los conflictos, con mayor frecuencia tendrán que llevar éstos al terreno del enfrentamiento directo con el Gobierno.

Sin necesidad de evocar casos extremos como el de Argentina, esa dinámica implica desgastar el recurso a ese potente pero delicado instrumento de presión política hasta el punto de que su único efecto sea la demostración de fuerza sindical en sí misma, sin ulteriores efectos. En la medida en que ese desgaste se haga visible, también hay un riesgo de acentuación de los rasgos de coacción presentes en toda movilización de ese signo. Evitar que tal cosa ocurra el 28-M es ahora un objetivo que deberían hacer suyo los responsables sindicales y gubernamentales.

Entre diciembre de 1988 y este mayo de 1992 han ocurrido acontecimientos que no es posible ignorar. El derrumbe de la utopía comunista lo es también de dogmas como el de considerar a la clase obrera un sector de la población cuyos intereses resumen los del futuro de la humanidad. Este dogma y sus correspondientes derivaciones políticas gozaron de gran éxito entre los trabajadores, cuya conciencia de clase se consideró prueba de pertenencia a esa identidad colectiva. El tiempo ha revelado que se trataba de una ideología consoladora, como hubo otras en la historia. Los trabajadores tienen unos intereses de cuya defensa organizada se preocupan los sindicatos. Pero ningún motivo acredita la presunción de que esa defensa justifique limitar los derechos de otros ciudadanos.

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