_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los sobrinos del Pato Donald

Fernando Savater

De los dos temas bastante ridículos pero entretenidos de los cuales últimamente hemos oído hablar, uno -el de Eurodisney y la consiguiente ofensiva cultural del imperio yanqui- ha pasado sin despertar más que algún que otro rezongar malhumorado. Me parece muy buen síntoma, por lo que luego diré. El segundo, la beatificación del señor Escrivá, ha montado un cirio (nunca mejor dicho) de lo más alarmante: por lo visto, España puede dejar de serlo todo -socialista, patriotera, taurófila, amiga tradicional del pueblo árabe, martillo de herejes...-, absolutamente todo, menos católica. Ateos de toda la vida me han asegurado últimamente que el fundador del Opus Dei no puede ser santo y como tal repantigarse a la diestra de Dios padre: por lo visto, el resto del santoral les inspira mayor confianza. Otros dicen que esa beatificación está amañada y me brindan el mismo argumento que suele emplearse para denunciar tantas oposiciones a cátedra: la mayoría de los miembros del tribunal son del Opus. En fin, ser santo o catedrático siempre implica cierta gracia concomitante, algo sospechosa y a menudo extraoficial. Organizar alharaca por tan trivial motivo es, sin duda, perder el tiempo.Buen síntoma, en cambio, que la llegada de Eurodisney y sus bastante garrulos fastos televisuales de inauguración sólo haya despertado mediocremente la fiereza indómita de la vieja raza. Eso prueba que la penetración del peor aspecto de la ideología norteamericana es menor en nuestro país de lo que parece (y menor que en Francia, por lo visto y oído). Me refiero a la puerilización de la ciudadanía que se empeña en librarla gubernamentalmente de tentaciones irresistibles que pueden corromper sus buenas costumbres: persecución de lo obsceno, de las drogas, del tabaco..., a las que algunos quisieran añadir además la proscripción del Pato Donald, en lugar de la de Mapplethorpe y además de la de Benetton. Dan por hecho los que así se indignan que Proust o Stendhal no tienen nada que hacer en cuanto les pongan como vecinos a Goof`y y el Tío Gilito. Reverencian un dogma de vasto alcance, el más detestable que nos llega del poderoso país transatlántico: lo obvio siempregana, hay que fomentar a toda costa lo edificante, las contradicciones y las an-ibigüedades no constituyen el espesor de la personalidad, sino que la anulan o la pasman. No el evangélico "haceos como niños", sino el puritano "consideraos siempre niños y exigid que las autoridades os traten como tales".

Desde luego esta actitud no indica solamente reclamación de paternalismo, sino puerilidad caprichosa y derecho a la malcrianza. El ideal es ser obedientes y complementariamente díscolos, incapaces por definición de resistir las grandes asechanzas, pero también siempre listos a patalear como protesta porque se retrasan los potitos.Cuando volvemos a leer la entusiasta descripción que hace Ralph Waldo Emerson de la petulancia juvenil que él considera "la actitud saludable de la naturaleza hurnana", siente uno admiración por el país que ha patentado este ideal y a la vez pánico por verlo tan extendido entre nosotros: "¡De qué manera un muchacho es el amo de la sociedad! Independiente, irresponsable, mirando de soslayo a la gente y a los hechos que pasan junto a él, los juzga y sentencia con. arreglo a sus méritos, por el procedimiento sumario de los muchachos como buenos, malos, interesantes, estúpidos, molestos. No se preocupa por las consecuencias ni los intereses: emite un veredicto independiente y auténtico". Que la autenticidad del juicio sobre lo real pase por el desdén de consecuene ¡as o intereses es cosa que excita tanto como alarma. ¿Se trata de la salud que todo lo desaflia o el pavoneo del mimado que confia en los que, grises y sensatos, le protegen y deciden de veras en su lugar? El viejo europeo Paul Morand no ocultó sus reservas ante la corrupción posible del ideal emersoniano: "Ya no creemos en la experiencia, sino en el estado de inocencia del buen salvaje, preconizado por las revoluciones, del niño rico en instintos; pero nuestro ideal no es el niño de genio, el niño heroico, Pascal o Pico de la Mirandola, ni el niño desdichado y sensible a lo Valls: nuestro ideal es el niño-rey, el bebé Cadum". Morand escribía en 1937: "Cadum" tendría hoy su equivalente en Ausonia o cualquier otra marca de todopara-su-bebé. El niño es quien lo quiere todo y de inmediato, esperando que pague papá...

Pero lo importante entonces, y ahora, queda señalado por Morand: la decadencia de la experiencia. No se trata sólo de la pérdida de memoria histórica, como a menudo se achaca a nuestro tiempo (y con razón), pues la excesiva fijación en la historia -siempre interpretada al gusto del momento, a veces discretamente legendario puede dispensar del análisis sin prejuicios del presente y fomentar el afán homicida de enmendar agravios remotos: los odios étnicos y nacionalistas actuales dan prueba de ello. Pero no me refiero aquí a la memoria histórica, ni siquiera a la memoria a secas: es la noción misma de experiencia la que ha perdido todo lustre y brío, en una época en la que cada día hay que aprender destrezas técnicas nuevas y cuanto menos se sepa previamente, tanto más disponible se está para acoplarse a los inventos recientes. Entiendo por experiencia no la suma de lo que vamos sabiendo hacer, sino la capacidad de descartar y elegir que se va fraguando en cada uno a pesar de las rutinas impuestas, de las habilidades, de las órdenes y de las informaciones tendenciosas. Las arrugas de la experiencia, vengan de la risa o del llanto, permiten que nuestras suelas anímicas se agarren mejor a lo real: ayudan acaminar sin tantos resbalones. Lo más curioso es que la experiencia tiene mala prensa tanto entre los jóvenes como entre los mayores. Desde los jóvenes suena a resabio, a anquilosamiento, a amargura y conformismo; pero también los mayores parecen desdeñarla y se enorgullecen de pensar "como siempre", de "no haber cambiado" o, por el contrario, de "haber nacido de nuevo" y de saber romper con el pasado". Todo menos reconocer la vergüenza de crecer y de no vivir (es decir, equivocarse, gozar, cometer atropellos, ser ridículos) en vano. El paternalismo demagógico educa siempre contra la experiencia: los revolucionarios laicos o religiosos buscan su hombre nuevo, limpio de toda experiencia e infinitamente moldeable; el estado protector se ofrece para librarnos de las tentaciones, demasiado fuertes para sus hijos inarrugables, capaces de marcarlos de modo en exceso traumático. ¡Cuidado con las sustancias o imágenes peligrosas! ¡Cuidado con lo que vemos en televisión, que los niños copian todo lo que ven! ¡Y cuidado con la letra de La marsellesa o con La Ilíada, que hablan de sangre y cosas feas! Empecemos desde el primer día por hacerlo todo bien y nunca tendremos que arrepentirnos de nada. Es una idea de felicidad que justifica el ácido dicho de La Rochefoucauld: "Lo malo de las personas felices es que nunca se enmiendan..." Por eso los verdaderos sobrinos del Pato Donald son quienes más miedo tienen a la polución de Eurodisney, como a todas las restantes poluciones diurnas o nocturnas.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Dedico esta nostalgia de la experiencia a Lester Piggott, que a sus 57 años ha vuelto a ganar las Dos Mil Guineas, el clásico hípico en el que montó por vez primera hace 41 años. Muy a tono con este 92 de nuestros pecados, su caballo se llama Rodrigo de Triano (N. B.: es "de Triano" y no "de Triana", supongo que por error o perversidad del propietario. Lo aclaro para que algún erudito local no me reproche que yo, todo un catedrático, confunda el apellido del ilustre vigía ... ).

Fernando Savater, escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_