¿Por qué?
Si las posturas maximalistas y dogmáticas son, en principio, desaconsejables en todo, rayan con lo ridículo si se adoptan en terreno de la cultura. Quiero empezar así este artículo para dejar bien sentado desde el principio que carece completamente de sentido abordar la cuestión del recientemente anunciado traslado del Guernica, de Picasso, desde su actual emplazamiento en el Museo del Prado, al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) con motivo de la presentación pública de su colección, como si se tratara de un problema teológico que separa a los contendientes en ortodoxos y heterodoxos; de un problema, en definitiva, de fe y no de crítica.De todas formas, reconozcamos que la actitud críptica, casi clandestina, con que el Ministerio de Cultura ha gestionado el asunto ha contribuido eficazmente a emplazarlo innecesariamente en una dimensión caverniana, pues el secretismo provoca de suyo reacciones paranoicas y pomposas declaraciones de principios, cuando habría resultado más sencillo, y, sobre todo, democrático, haber abierto un debate público para dilucidar la cuestión. Es evidente que tratar reservadamente lo que en ningún caso necesita discreción genera sospechas, porque es la actitud que revela mala conciencia, inseguridad o/y un manifiesto desprecio por la opinión pública.
Pero, al margen de la torpeza que han demostrado nuestros responsables oficiales de cultura a la hora de presentar un tan importante y naturalmente polémico tema, es obvio que en este caso la discusión debe centrarse en el cómo y no en el qué, en la forma y no en el fondo; casi me atrevería a decir que lo mismo que ha ocurrido con el escándalo organizado en torno a la beatificación de Escrivá de Balaguer, con la sola excepción, comparativamente resuelta a favor de la actitud de los miembros y simpatizantes del Opus Dei, de que éstos se mueven en el terreno de las creencias íntimas y que su comportamiento social ha sido y es manifiestamente sectario.
Cuando, hace unos días,- el diario EL PAÍS reveló las secretas intenciones del Ministerio de Cultura para trasladar el Guernica, califiqué dicha iniciativa, en una breve declaración de urgencia, de "gravísima imprudencia" y añadí que lo era desde un punto de vista técnico, diplomático y político; tres perspectivas que centran la discusión en lo equivocado y hasta perverso de la estrategia llevada a cabo al efecto, más que al fondo de la cuestión en sí, porque la ubicación de un cuadro -ahí está la historia del arte para demostrarlo- nunca puede resolverse con pronunciamientos dogmáticos. ¿Quién, por ejemplo, le iba a decir al propio Picasso que su monumental cuadro pintado para el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937 iba a estar dando tumbos de aquí para allá, y que, tras finalmente estabilizarse en el MOMA neoyorquino, acabaría viajando, ocho años después de su muerte y seis de la de Franco, a España?
Sea como sea, si el traslado del Guernica a España, tras laboriosísimas gestiones, supuso, desde el punto de vista técnico de conservación, asumir un riesgo importante, como se deduce de los informes redactados al efecto por los más cualificados especialistas, informes publicados en el excelente catálogo que editó el Ministerio de Cultura con motivo de su instalación definitiva en el Casón, nadie puso en duda que dicho riesgo era inevitable. El problema no es, pues, que un cuadro sufra con un traslado, sino la justificación del sufrimiento.
En este sentido, por más que me devane los sesos tratando de encontrar, en las actuales circunstancias, una sólida razón para justificar el presente traslado y sus riesgos, no encuentro otra que la de convertir la emblemática obra de Picasso en un reclamo publicitario para un museo en polémico periodo constituyente y, en consecuencia, la de transformar la tela en un telón que tape los muchos problemas que dicho museo tiene planteados, y, en especial, el esencial de su aún indefinida y, al parecer, indefinible colección permanente (véase mi artículo Historia de un museo imaginario, publicado en el número de mayo de la revista Claves). Si, por contra, el MNCARS, que lleva gastados miles de millones en unas discutibles obras de remodelación, hubiera formado una colección sustancialmente mejorada respecto a la heredada del MEAC, y, sobre todo, si se hubieran realizado las oportunas gestiones con los herederos de Picasso o/y cualesquiera otras para rellenar la odiosa laguna de obras relevantes del genial artista andaluz, estoy convencido que no habría que cerrar precipitadamente ningún telón, o, en todo caso, habría sido interpretado universalmente como el feliz coronamiento de un proceso, como un auténtico happy end.
Por lo demás, como quien pretende empezar las cosas por el final ya demuestra más afición por las inauguraciones que por los planes y los desarrollos, mucho me temo que este precipitado traslado cierre definitivamente las puertas a la solución de los graves problemas que comporta la conversión del MNCARS en un auténtico museo nacional de arte contemporáneo, algo que, no conviene olvidarlo, se intenta fallidamente en nuestro país desde hace casi un siglo en medio de, ya al menos, una docena de inauguraciones. ¿Y que ocurrirá con el Guernica si, una vez trasladado, fracasa este sexto intento de fundación de un museo español de arte contemporáneo, y otro ministro socialista, o de cualquier otro Gobierno decide, como las otras veces anteriores, que se debe cambiar la sede?
Donde, sin embargo, no hace falta casi ni explicar la gravísima imprudencia en la que se incurre con el traslado de marras es en el terreno diplomático, o, si se quiere, de cara al exterior. No sólo las delicadas y complicadas gestiones llevadas a cabo por el Ministerio de Cultura con las partes implicadas; según declaró a EL PAÍS un portavoz del mismo, se han limitado a informar por vía indirecta de las intenciones del traslado a algunos de los familiares, lo que carece de complicación y por completo de delicadeza, sino que, actuando así, se ha puesto en entredicho la palabra dada por los representantes del Gobierno español que negociaron el traslado y, por tanto, la credibilidad de nuestro Estado. Como quiera que, cuando escribo estas líneas, ya se han pronunciado al respecto varios de los que firmaron entonces el acuerdo por las dos partes, amén de algunas personalidades muy próximas a Picasso -J. M. Armero, J. Tusell, W. Rubin y los Parmelin-, y, por si fuera poco, como existe abundante y, a veces, hasta sangrientamente dolorosa constancia documental de todo ello en el informe publicado en el catálogo antes citado titulado Guernica-Legado Picasso, editado con el sello del Ministerio de Cultura, Madrid, octubre de 198 1, con depósito legal e ISBN incluidos, y, aún más, como, volviendo a la comparación del caso Escrivá de Balaguer, casi todos los implicados y espectadores están-estamos vivos, verdaderamente se hace difícil eludir esa alarma social que al actual ministro de Cultura pareció preocuparle, sin -decía- entrar en cuestiones estéticas, con motivo de la instalación del discutido calcetín-escultura de Tápies en una plaza de Barcelona, pero que ahora no parece afectarle al tratar al Guernica como si fuera un calcetín, de quita y pon.
Pero si no cabe duda, porque ya se ha puesto de manifiesto que internacionalmente esta decisión, tal y como se ha llevado a cabo, erosiona la credibilidad de nuestro país, siembra asimismo innecesarias heridas interiores. Respetar la voluntad expresada por Picasso, que fue director del Museo del Prado durante la guerra civil, de que el Guernica fuera instalado en dicha pinacoteca al regresar definitivamente a España -entre los documentos que así lo reiteran, y que, como tales, fueron esgrimidos en las negociaciones con el MOMA, hay una emocionante carta manuscrita de Jacqueline Picasso, reproducida en facsímile en el catálogo publicado por el Ministerio dé Cultura-, ha sido el argumento manejado por cuantos ministros de Cultura han ocupado dicha cartera frente a las peticiones de cesión o préstamo de la obra por parte de instituciones vascas y catalanas.
Por último, como no puedo imaginar que el cuerpo de conservadores del Museo del Prado, el comité científico del mismo o el Real Patronato dé su consentimiento para el traslado, sin incurrir en una gravísima responsabilidad objetiva y subjetiva, aunque se emplee el eufemismo del préstamo (¡también se prestaban cuadros del Prado durante la dictadura para adornar gobiernos civiles y militares y embajadas con el resultado de pérdidas irreparables y un expediente judicial!), la responsabilidad del actual ministro de Cultura y del Gobierno que representa es, en este caso, total, incluso si el director del Museo del Prado y el presidente del Patronato, que no son funcionarios, no dimiten -mi- rabile visu-.
La pregunta incontestada y, a mi juicio, incontestable, es, no obstante, un dramático ¿por qué? con mayúsculas. ¿Por qué querer seguir comenzando las cosas por el final? ¿Por qué servirse políticamente de la cultura en vez de servirla? ¿Por qué este necio afán de rentabilidad inmediata cuando las acciones culturales memorables se acreditan con el paso del tiempo? ¿Por qué el Guernica, cuya propiedad siempre se reservó Picasso, pues la República le pagó los gastos pero sin con ello enajenar su destino, ha de servir de comodín para un ministro, cuando su autor, sus herederos, sus amigos, sus depositarios y tantas otras gentes demostraron que eran capaces de sacrificar sus intereses particulares -oportunistas- en favor de su retorno a España y su instalación en el Museo del Prado? ¿Es que no se puede esperar un tiempo prudencial para la beatificación, o, en este caso, el viático -si hemos de atender a las razones aducidas por Antonio Saura en pos de su desacralización- de un cuadro que todavía hoy es más que un cuadro? ¿Por qué, sí, por qué?
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