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¿El capelo romano de Guardini?

A Pedro Laín, este alivio memoriosoLos martes por la tarde, a hora de vísperas, salía de la Ludwigstrasse, justo por donde está la iglesia, dedicada también a san Luis, en la que había predicado El Señor. La gravidez de su cartera negra, en la que portaba el texto de la lección semanal, contrapesaba el tirón de sus cejas muy pobladas y sus cabellos lisos y de un gris casi plata. Los ojos vivos, penetrantes, huidizos, fijos únicamente en la lejanía. En el paraninfo, sentados incluso por el suelo y alrededor de la cátedra, esperábamos alumnos de todas las facultades. ¿Qué escolaridad medieval repetíamos, qué disputas entre la facultad superior, la teológica, y las inferiores, filosofía entre otras? ¿Le hubiesen complacido a Kant estas asistencias entre el alboroto y el silencio?

Su nombre nos transportaba, por vía del ensueño fonético, de las nieblas hiperbóreas hacia Italia. ¿Igual que Adorno, que prefirió, ayudado por las malevolencias de Thomas Mann en el Doctor Fausto, este apellido de su madre, corsa y cantante, al Wiessergrund paterno, que significa más o menos abismo de saberes? Cierto que igual que Alberto Durero, quien después de Italia suaviza, enmorbidece los cuerpos más puntiagudos de, por ejemplo, Lucas Cranach, y que Goethe, cuya fecunda excursión italiana obtuvo un regreso enriquecido a Weimar; aunque no precisamente como Winkelmann, a quien la belleza clásica se le trocó, en un cuartucho de Trieste, en tan brutal como ambiguo asesinato. Junto con Lucio García Ortega, había escuchado su Dostoievski y su Rilke; aquel semestre de finales de los cincuenta disertó sobre la identidad. Jamás olvidaré la impresión arcangélica, endiablada, que me produjo su relato, una recitación casi, de cómo Kim, el muchacho de Kipling, sentado en lo alto de una tapia, afirmaba el misterio: yo soy Kim, yo soy Kim, yo soy Kim ("Uno y uno hacen uno, he aquí nuestro misterio; uno y uno hacen uno, ¡qué malentendido!"), frase ésta de las mejores de Beauvoir, tanto que hasta sospecho que no es suya.

Pocos amigos tenía en Múnich. Sí lo era de Eugen Jochum, director de la orquesta de Baviera. (Orf le había dedicado a Guardini los Triumphi, que así como los Carmina, tanto los de Beuron como los de Catulo, estrenó dicho Jochum, bávaro igual que el compositor). Ni quedaban siquiera princesas de verdad; quizá las WitteIsbach, tocadas un tanto y restrictivamente provincianas. Había muerto sobre todo la Thurn y Taxis, castellana de Rilke en Bohemia y Venecia y en otros muchos sitios exquisitos. Había yo leído las Elegías de Duino, castillo éste de María, en una versión bilingüe con texto castellano de Gonzalo Torrente Ballester. No sabía mi compañero de Academia mucho alemán cuando tradujo, pero contó con la ayuda de una bruja, Hexe (que en tudesco significa bruja), casada luego con el biólogo Von Uexküll, tan amigo de Pedro Laín Entralgo. También me había encendido la lectura de El espíritu de la liturgia, que Guardini escribió al socaire del gregoriano en la abadía de María Laach y que puso en nuestra lengua el agustino Félix García, litúrgicamente silencioso ante la muerte de Ortega por contraste con otras garrulerías de ambos bandos.

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Ignacio Escribano, teólogo hacia dentro y muy dostoievskiano, profesor hoy en Bamberg y que nació en Campo de Criptana, había asistido también al curso de Guardini sobre el tremendo ruso. Y me decía, llamándome Aliocha, que me quería mucho frente a tazas de un té negro y sin aroma, esto es, té pis de toro. A mí el Dostoievski de don Romano no me gustó tanto. Había visto en París, a costa de ayunos sin demasiada pena, Los endemoniados en la adaptación de Albert Camus; y en el trauma infantil el recuerdo de haberme tragado, un alimento con insomnio largo, el capítulo del estupro extrañamente redentor. Aranguren estaba desde España, en el fondo de todo y todos nosotros, un poco Maritain con deje de Max Scheler, del cual hace dos años y en una conferencia en la Universidad Hispalense confesó, ¡el mejor Aranguren!, haber andado platónicamente enamorado. (Tras la muerte de Scheler lanzó Juan de Mairena el siguiente improperio: "¿Para cuándo son los terremotos?").

Guardini no enseñaba en el marco de ninguna facultad, sino en el cusano de Studium Generale. No trataba con nadie, y sus consonantes finales, dos y tres y hasta cuatro, poseían cadencia hacia arriba y viajera y mediterránea. Söhngen, en cambio, mi maestro, nasalizaba renanamente sus ironías heretizantes: "Todos los hombres tienen un pájaro en la cabeza, pero sólo los obispos creen que es el Espíritu Santo". Schmaus era monseñor, bávaro y vividor. Pascher, el litúrgico, y Mörsdorf, el canónico, ¿dónde habían nacido?; Schmidt, alpinista, infantil, sabio en sinóptico, tenía la mandíbula estropeada por sus escaladuras pertinaces y los golpes que Roma pretendía asestarle: "He oído que algunos de ustedes, mis alumnos, viajan a Roma estas vacaciones; no olviden de dejar de mi parte una bomba ante la puerta del Instituto Bíblico". Escuchar a Guardini era, pues, plantar tienda en un oasis fonético. Vuelvo sobre Christa von Karoly, que también se sentaba ante Guardini y rumiaba su tesis doctoral que tardó años en rematar en consecuencia con su título: El grado de la intensidad de la exaltación en E. Th. A. Hofmann y el fenómeno del éxtasis. Aseguraba que se la dirigía un oscuro y feísimo docente auxiliar, cuyo nombre he olvidado, mas no su rostro tan lleno de granos como el de un adolescente masturbante o uno de los cuatro Archimboldo correspondientes a las estaciones. Larguísima Christa en estatura y en dinero y corta en munificencia. Practicaba, bajo la ventana de la vivienda de una sola estancia del citado docente, hechizos hueros para enamorarle. Un día dejó caer de repente a Guardini, por tener claro que era éste irritantemente cartesiano.

¿Por qué Guardini, sin embargo, no se adentró jamás en el fenómeno de Port Royal? Era padrino de una hija de Jochum, Romana puella. ¿Escribió poemas? ¿Qué pintura prefería, Mathias Grünewald o Felipe de Champaigne? Tardó mucho en morir y dolorosamente. ¿Quién le recuerda ahora? Lo estoy haciendo yo por abrazar, con gestos memoriosos, un tramo sustantivo de mi vida que no sería nada sin la vida de otros y sin alguna muerte con cirios imposibles. No movemos inciensos de aniversario. Este recuerdo tuvo inicio en Salamanca, con Fernanda y Gonzalo Torrente Ballester y dos de sus muchos hijos, Alvarete y don Luis Felipe. Vivir es expatriarse y recordar equivale a tornar a una patria. Sólo el futuro es prometedoramente nacional. La letra y el espíritu, con añoranza entran.

No tradujo Guardini que yo sepa. ¡Era tan egocéntrico, aunque tan expansivo! Fue más niño que joven: yo soy Kim. la enseñanza es un arte de recuperaciones que superan a veces y

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Jesús Aguirre es duque de Alba. Miembro de la Real Academia Española.

¿El capelo romano de Guardini?

Viene de la página anteriorque a veces contrastan. Muy poco francés y nada italiano en sus asuntos; tan alemán que fue Guardini la mejor Alemania. No se ocupó de Goethe (Ors le hubiese envidiado este desprendimiento). Místico atormentado, empecatado y condenado irredentemente. A pesar de Rilke, sin remilgos. La mejor Alemania, la Baviera flexible ante la belleza, según Praz, de los Bonaparte, y con demencia wagneriana y regia, que no pudo borrar la cerveza democristiana y turbia de Franz J. Strauss, frente a los bélicos, hirsutos encumbramientos, de la peor Alemania, la prusiana de los Hohenzollern luteranos y menores, que los mayores se quedaron pacíficos y antinazis en su castillo de Sigmaringa. Guardini constituye una esperanza europea. No llegó a príncipe de la Iglesia, aunque sí alcanzaron dicha dignidad el jesuita Henri de Lubac, autor del libro prohibido Sobrenatural y el ex jesuita Hans Urs von Balthasar. ¿Por qué parecen incompatibles el blanco y negro de los dominicos y la púrpura de los cardenales? Los padres dominicos Chénu y Dubarle han muerto vestidos de su hábito: "Yo tengo un hábito blanco como una vida que empieza / y como un grito de muerte lo cubre una capa negra". Es cierto que Dubarle despotricó, incluso por escrito, de cierta Pía Unión de origen español; pero entonces Polonia no calzaba la sandalia del Pescador, que hoy es casi una bota de siete leguas.

¿Cuál sería la relación de Guardini con los animales y las plantas? No lo sé. Algunas flores se me antojan capelos en capullo; así los tulipanes. Una tarde, Colette le confesó al dulce ensayista y pintor y músico Alberto Savinio, hermano de Giorgio de Chirico, que durante toda la noche anterior no había conseguido pegar ojo. "¡Me angustiaba tanto pensar en los esfuerzos de los pobres tulipanes para llegar gallardamente al alba!". Tulipanes, capelos o beatificaciones, que no obligan al culto, aunque lo permitan, y que no son revisables y anulables incluso: naderías tan grandes que nonadas,

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