Rico de gestos
España ha tenido una oportunidad poco común durante estos 15 años de democracia, y en particular los últimos cinco o seis de bonanza económica y de incorporación a la Comunidad Europea, para una transformación de su economía real. La clave de esa transformación hubiera podido ser la creación de un tejido de empresas de industrias y de servicios, innovadoras y flexibles, capaces de competir pero también de motivar y dar confianza a su personal. No ha sucedido así, y es esto justamente lo que nos coloca ahora en una posición de debilidad cara al proceso de convergencia europea.Las instituciones democráticas, la evolución de las mentalidades y la coyuntura económica nos han sido favorables. Y ligados como estamos por mil lazos a los espacios centrales del capitalismo internacional, nos hemos beneficiado de los flujos de capital, el crecimiento del comercio mundial, la coordinación relativa de las políticas monetarias, la contención del crecimiento de los precios energéticos y otros factores.
Pero estas condiciones favorables, aunque nos han dado pausas y respiros, y un grado de alegría a los mercados financieros e inmobiliarios y a determinados sectores, no han resuelto problemas tradicionales de mayor calado: de inversión productiva, de organización de las relaciones industriales, de infraestructura y de capital humano.
Tal vez si los Gobiernos hubieran sido capaces de controlar el gasto público las cosas habrían sido de otra manera. Pero hemos elegido, y reelegido, gobernantes que se han mostrado siempre sumamente enérgicos cuando se trataba de la inflación y acometidos, en cambio, de una duda existencial cuando se trataba del gasto público. Ser o no ser, ganar o no ganar elecciones: he aquí el problema. Los Gobiernos han pensado que sólo eran razonables si practicaban una política monetaria restrictiva, porque así controlaban la inflación; pero que para ganar elecciones tenían que dejar que el gasto público se deslizara por su pendiente natural, que en este caso, paradójicamente, era cuesta arriba (siguiendo los deseos de los funcionarios, las empresas y los profesionales del sector, los sindicatos, el público en tanto que cliente de esos servicios, etcétera).
Al final, nos hemos encontrado con una inversión pública anémica o errática, y un déficit público que se ha tratado de enjugar mediante estímulos a la inversión en fondos fijos, o aumentos en la presión fiscal, con lo que se ha desincentivado la inversión privada productiva.
A esto se ha añadido una extraña manera de manejar el tema de las relaciones industriales, como si la gran pregunta responder fuera la de si habría no pactos sociales, firmados por las cumbres de las grandes organizaciones gubernamentales, empresariales y sindicales. Pero la obsesión con este escenario simbólico de alta montaña (donde el flash de los fotógrafos hacía de sol poniente) sólo ha servido, pasado su momento de utilidad en los años setenta, para desenfocar los problemas. Ha inhibido lo que hubiera debido ser un proceso continuo de negociaciones localizadas, adaptadas a circunstancias variadísimas, y no centradas, casi exclusivamente, en el tema salarial. La consecuencia ha sido una falta de institucionalización razonable de un sistema de relaciones industriales en las empresas y una segmentación perversa del mercado de trabajo en tres sectores: uno de empleos fijos, otro de empleos temporales y un tercero de empleos en la economía subterránea.
Finalmente, por unas u otras razones, los Gobiernos no han sabido, o podido, desarrollar el capital humano del país en la medida necesaria. Sus operaciones de reforma de la enseñanza superior han sido demasiado respetuosas con el statu quo (y los supuestos derechos de los enseñantes por mantenerse en sus puestos, y de los padres de familia de clases medias por pagar tasas universitarias muy por debajo de los costes reales de la enseñanza), y demasiado recelosas de la iniciativa privada. Y dado que las reformas institucionales han sido cortas, el aumento de los presupuestos públicos ha resultado en mejoras dudosas, modestas o lentísimas.
Pero en una época como ésta, la lentitud puede tener consecuencias graves. Sobre todo, porque retrasa el inicio de procesos cuyos resultados sólo se verán dentro de muchos años. Esto se aplica a la Universidad, a la investigación y a la formación profesional.
La situación de la formación profesional ha llegado a ser tan patética que uno duda entre calificarla de trágica o de cómica. Algo de cómica debe de tener, puesto que ni el Gobierno ni los empresarios ni los sindicatos han acabado de tomarla en serio; y todos ellos son, como lo era Bruto (que decía Marco Antonio), hombres honrados. Saber, saben. Y saben que, o hay formación profesional. en las empresas, o éstas no tienen mano de obra cualificada, y en ese caso no pueden competir en calidad de productos, sino sólo en precios; y saben que, compitiendo en precios, el futuro no es halagüeño; y saben que si quieren formación profesional en las empresas, tiene que haber gen tes capaces de dar esa forma ción, y que no las hay, y que capacitar a esas gentes lleva años. En fin, que lo saben todo. Y hablan; y parece que se conciencian; y barajan ya cifras de miles de millones. Pero hacer, hacen poco. Tal vez esperan una intervención divina; o es peran unos ojos verdes, verdes como la albahaca. Y así están, entre una rogativa y una copia.
Sumados todos estos factores, el resultado ha sido una política industrial por omisión, quizá deseada por nadie, pero practicada con la complicidad de muchos, que ha ido empujando, con curiosa perseverancia, en la dirección de una gradual desindustrialización relativa del país: caída de la inversión y del empleo industrial, nivel todavía muy bajo del gasto en investigación y desarrollo, escasa atención a la formación profesional, escaso dinamismo de la exportación de bienes industriales.
Esta desindustrialización, de la que apenas se habla, pudiera ser un síntoma inquietante de una pérdida de dirección. Parece sugerir un proceso suavemente entrópico, por donde el país se deslizara mecido por frases de autofelicitación, por lo bien que hicimos la transición, nuestra sensatez, nuestra moderación y nuestra tolerancia. Tan reconfortados todos por la simpatía de estos extranjeros, muchos de ellos europeos, hermanos nuestros, cuyos productos y servicios nos van invadiendo por nuestro propio bien. Tan comedidos, tan solemnes ellos cuando nos hablan de social dumping. Que van comprando el país con tanta dulzura; que nos animan a seguir. Quizá hacia una decorosísima mediocridad, casi horaciana.
Y así va transcurriendo este año de los centenarios, tan rico de simbolismos y de gestos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.