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Los árboles y el fuego

Las cifras suelen ser imponentes pero imprecisas cuando se refieren a los desastres que afectan a la naturaleza. Ello es debido a la sobrecogedora dimensión del fenómeno y también al hecho de que la naturaleza afectada escapa en mayor o menor medida a las redes de las distintas formas de propiedad, y en primer lugar de la propiedad privada, base de los mecanismos contables.Esta reflexión de orden general se aplica a los incendios forestales que tienen lugar en España año tras año. Pero la frecuencia y extensión del fuego fueron abrumadoras el verano pasado, convirtiéndose en una de esas noticias que se encargan de golpearnos el ánimo casi a diario. Más allá de las cifras, lo que cuenta es la impresión de hallarnos ante una tragedia indudable.

Por ello no me ha parecido un despropósito tratar en primavera un tema periodístico marcadamente estival. Sobre todo porque la relectura de las declaraciones efectuadas como balance de temporada por algunos responsables de la prevención ambiental de este país no me han resultado tranquilizadoras. Es cuestionable, en efecto, considerar la meteorología y Ias imprudencias y descuidos", es decir, la educación, como causas principales de los siniestros. Sin menoscabo de la importancia de ambos factores, tales valoraciones no conducen a casi nada en términos de prevención efectiva de los siniestros, probablemente porque son inadecuadas.

Carlos Castilla del Pino publicó aquí mismo, el pasado septiembre, un artículo que iniciaba con estas palabras: 'Ta cuantía de incendios forestales que arrasan España no tiene precedentes". Se quejaba de "... este hecho que quieren hacernos pasar como inevitable al hacer responsable del mismo. a las condiciones climatológicas", recordando, por ejemplo, que "en León se han incendiado pinos que tenían 600 años; en la sierra de Hornachuelos, alcornocales y encinas de cinco siglos; en la sierra de Aracena, que acabo de recorrer hace dos semanas, los castaños, alcornoques y encinas aniquilados son de la misma edad...". Se preguntaba entonces: "¿Cómo es posible que en 500 o 600 años el calor no haya sido ocasión de tales incendios, si se considera, a lo Chaves [en referencia al presidente de la Junta de Andalucía], su categoría de condición necesaria y suficiente?".

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Como en tantas ocasiones, las preguntas de Castilla del Pino eran oportunas, porque las condiciones climáticas favorecen los fuegos, pero no constituyen la condición suficiente en la mayoría de los casos. ¿Qué hace, pues, saltar la chispa? La pregunta tiene sentido si se descartan de antemano aquellas respuestas que, aun pudiendo ser ciertas, por ejemplo, un rayo, nos sumirían en la resignación o alimentarían la irresponsabilidad. Entre las causas cuya identificación tal vez pueda resultar operativa cabe señalar la incoherencia de algunos sistemas naturales, es decir, plantaciones de especies inadecuadas que tienden a afirmarse destruyendo las autóctonas. Se trata de especies incendiarias, de fácil recuperación, que invaden, después del fuego, el territorio de las que carecen de un antídoto equivalente ante el elemento. Esto explicaría también la repetición de incendios en una misma superficie, fenómeno frecuente en nuestro país. Sugiero que al plantearse políticas de recuperación de suelos erosionados y de reforestación se estudie previamente la historia de nuestros bosques, en especial la historia reciente, que tal vez coincida con una genealogía de sus incendios.

Otra fuente causal podemos encontrarla en la desvalorización capitalista de la naturaleza. El capital suele desvalorizar aquello que lo valoriza. Gran parte de su éxito lo debe a su parecido con algunos seres humanos. La desvalorización afecta hoy gravemente a la agricultura y a la silvicultura. Se traduce, por tanto, en el abandono de montes, campos, cultivos y en la consecuente exacerbación del proceso de urbanización. Las tierras abandonadas arden, sobre todo cuando son visitadas por seres cada vez más intrínsecamente alejados de las mismas. Ante este hecho, todas las soluciones técnicas vacilan. La propia educación ambiental resulta incapaz de contrarrestar los comportamientos en relación a la naturaleza resultantes de un sistema de valores que, en el mejor de los casos, la incorpora como un artificio más. Al no incluir a la naturaleza como algo verdaderamente constitutivo del sistema, éste impide la complicidad que reservamos a aquello de lo cual nos sentimos partícipes.

Se pueden mejorar y mucho las soluciones técnicas al problema de los incendios forestales, y tampoco deben cesar los esfuerzos en pro de una mejor educación ambiental. Sin embargo, sería ingenuo perder de vista el alcance limitado de ambos instrumentos, por lo que deben buscarse las soluciones más allá de los mismos. He sugerido una orientación ecosistémica de los procesos de reflrestación. Debería completarse con una revalorización de los procesos productivos basados en un menor uso de las energías de alta concentración y más en las energías naturales renovables, y en primer lugar el sol y la energía humana, procesos ejemplificados inmejorablemente por la silvicultura y la agricultura.

En fin, para no dejar cabos sueltos y contrarrestar en origen los efectos maléficos de las condiciones climáticas, cabe el recurso a lo mágico, de larga tradición en nuestra cultura. En este sentido, para conmemorar en Barcelona por estas fechas el Día de la Tierra, que este año recuerda el tema que nos ocupa en estas líneas, se ha convocado a artistas y a grupos populares de diablos para que propicien el control del fuego en el bosque y lo realimenten en nuestros espíritus. Al fin y al cabo, el ecologismo es una metáfora, tal vez la más ajustada a nuestro tiempo.

Lluís Boada es economista y director de los programas de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Barcelona.

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