¿Dónde está Europa?
LA FIRMA del Tratado de Maastricht, conseguida tras una angustiosa cumbre comunitaria el pasado 10 de diciembre, ha dejado a Europa inesperada y extrañamente carente de pulso. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué esta atonía? La consecución del acuerdo no es el triunfo del optimismo a cualquier precio, sino el resultado de medidas no unánimemente satisfactorias, pero que combinan razonablemente europeísmo e intereses nacionales. No parece que existan razones para revisar estas conclusiones, porque el desconcierto comunitario nace más de lo poderoso de los retos exteriores que de sus propias contradicciones.En efecto, nada es más difícil de simultanear que una construcción interna de dinámica propia y compleja con la aceleración imprevista de los acontecimientos históricos externos. Al proceso consagrado en Maastricht no le pasa nada irremediable: sigue su inercia dificil e intrincada. Lo que le ocurre es que está mal preparado para hacer frente de golpe a la creciente descomposición de la ex URSS, a la violencia con que se han planteado los nacionalismos en la antigua Yugoslavia, al desconcierto que produce la obsolescencia del sistema geoestratégico y a la evidente inutilidad de dejarse sustituir en la solución de todos los problemas europeos por una organización tan poco útil como la Conferencia sobre Seguridad y Co operación en Europa (CSCE). A ello se añaden los problemas creados por los preocupantes resultados de las elecciones en Italia, Francia y Alemania. Y el peligro latente de que, en ausencia de impulso general, la gran potencia que es Alemania empiece a preconizar más una Europa alemana que una Alemania europea. Los dilemas son ahora dos. Primero, que se concluya rápidamente el proceso de ratificación del Tratado de Maastricht por los parlamentos de los Doce para que se sigan dando en tiempo debido los pasos requeridos. Y segundo, que se tome una opción estratégica ahora fundamental: la Comunidad debe decidir si es más conveniente ampliar el número de sus miembros a los que tienen solicitado el ingreso (Suecia, Austria, Malta, Chipre, a los que se añadirán pronto Finlandia, Noruega y Suiza) o proceder antes a lo que se llama profundización de las estructuras, es decir, a hacer que la CE funcione unida y eficazmente antes de acoger nuevos miembros.
En este momento interviene el Parlamento de Estrasburgo. La Cámara dio anteayer su espaldarazo al Tratado de Maastricht, con muchos votos a favor (226, frente a 62 -sustancialmente conservadores en contra y 31 abstenciones de los verdes, comunistas y extrema derecha) y con evidente malhumor por lo que considera un desprecio a sus competencias. Se queja, por ejemplo, de que las cuestiones de defensa sean encomendadas a la Unión Europea Occidental (UEO) y se sustraigan así al control de los diputados. Además, le parece escandaloso que el Reino Unido haya conseguido imponer cláusulas de salvaguardia gracias a las que puede sustraerse a la aplicación de las disposiciones, de unión monetaria y de política social. Dicho todo lo cual, poco podía hacer el Parlamento para oponerse con éxito a la aprobación de los textos de Maastricht.
Sin embargo, los eurodiputados sí guardan la llave del proceso de unión porque pueden oponer su veto al acceso de nuevos miembros a la-CE. Pueden hacerlo si les parece que la ampliación comunitaria es excesivamente rápida y precede a la consolidación de las instituciones. También si no se resuelve satisfactoriamente para la Cámara el déficit democrático, la falta de atribuciones acordes con la legitimidad de su elección democrática por parte de los ciudadanos europeos. De este modo, el Parlamento dispone -de un arma imprevista y fundamental, que puede resultar incluso más decisiva que cuando, hace pocas semanas, decidió cortar la ayuda comunitaria a Marruecos por considerarlo un régimen autoritario. Ello produjo irritación en los pragmáticos funcionarios de Bruselas y en muchas cancillerías, pero no dejó de llamar la atención sobre las exigencias de la democracia.
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