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El problema de John Major

El partido del actual primer ministro británico pierde entre 70 y 75 escaños

Enric González

John Major se enfrenta a los peores días de su vida. El partido del primer ministro ha perdido entre 70 y 75 escaños, según los primeros datos electorales, y con ellos la mayoría absoluta. Se mantiene, en principio, como partido más votado, pero su permanencia en el poder o su caída en la oposición dependen de decisiones ajenas. Una coalición de laboristas, liberal-demócratas y nacionalistas galeses, difícil pero no imposible, podría alcanzar una justísima mayoría absoluta y entregar a Neil Kinnock las llaves del número 10 de Downing Street. Aun en el caso de que esa extraña coalición anticonservadora no se concretara, Major dependería de los incomodísimos votos de los unionistas irlandeses, cuya exigencia para apoyar al actual primer ministro es, nada menos, que la denuncia del tratado anglo-irlandés.

Major llegó al poder en circunstancias muy difíciles, lo ha disfrutado durante un año y medio de tremenda recesión económica y tendrá que hacer malabarismos si quiere mantenerlo. No puede decirse que el hijo del equilibrista circense haya tenido el viento de cara.El 26 de noviembre de 1990, cuando el grupo parlamentario conservador le eligió primer ministro, ese mismo grupo acababa de derribar a Margaret Thatcher y el partido conservador estaba en plena crisis interna. No sólo acababa de cometerse un sonado magnicidio, que irritó a gran parte de los diputados y a un sector de los votantes, sino que los tories se encontraban en su más bajo nivel de popularidad desde 1975. El poll-tax tenía encrespada a la sociedad británica. Y miles de soldados eran enviados cada semana hacia el golfo Pérsico, en preparación de una guerra cuya duración y resultado eran, en aquel momento, muy inciertos.

John Major solventó las primeras papeletas. Su imagen de hombre simple y amigo del consenso, diametralmente opuesta a la de Thatcher, produjo una lenta pero progresiva recuperación en la percepción popular de los tories. Y su papel en la guerra, firme y tranquilo, devolvió a los británicos la sensación de que tenían un líder al frente y contaban todavía en el mundo.

Herederos grises

Su buena relación con el presidente de Estados Unidos, George Bush (ambos eran los herederos grises de los carismáticos Reagan y Thatcher), su actitud sin fisuras ante el intento de golpe de estado en la antigua Unión Soviética, y su viaje a Pekín para pedir respeto a los derechos humanos, forjaron de él una interesante imagen de estadista.

Pero en casa, en el Reino Unido, la recesión se hacía más y más profunda. El desempleo, el cierre de empresas, el aumento de los tipos de interés y el desplome del sector inmobiliario crearon un escenario tétrico. Major no se atrevió a convocar elecciones anticipadas en otoño de 1991, confiando en las previsiones del Banco de Inglaterra y de su propio canciller del Exchequer (ministro de Finanzas), Norman Lamont: en ambos, casos, se señalaba que la recesión habría acabado en primavera. Y Major optó por esperar.

Pero la recesión no amainó en primavera, y el primer ministro tuvo que lanzarse a la campaña electoral en las peores condiciones. Sus intentos de dotar al partido de un nuevo programa, más acorde con el sentimiento general de un país preocupado por la decadencia de los servicios públicos, no tuvieron el impacto que esperaba. Su Carta del Ciudadano se quedó en una simple enumeración de buenas intenciones que no podían ponerse en práctica. Los hospitales, las escuelas, los trenes , mostraban el deterioro de una década de liberalismo thatcherista.

La campaña volvió a ponerle a prueba. Sin una oferta programática convincente, y con una estrategia publicitaria extrañamente errática, John Major tuvo que lanzarse al combate a pecho descubierto. A mitad de campaña, con las encuestas en contra y un evidente desconcierto en su cuartel general, empezó a prodigar apariciones callejeras. El primer ministro tuvo que acudir a los métodos de los candidatos marginales, y sufrió los problemas de la calle: abucheos, insultos y el impacto de algún que otro huevo.

Voluntad de victoria

Pero su megáfono y el viejo cajón de madera en el que se encaramaba, con su silenciosa esposa Norma a su lado, tuvieron impacto. Major tenía una desagradable voz nasal, que rozaba lo grotesco filtrada por el megáfono, y carecía de la oratoria exhuberante propia de los mítines improvisados. Pero demostraba a cambio un enorme valor y, sobre todo, una inmensa voluntad de victoria. El electorado premió su arrojo. John Major, el anticarismático, no ha perdido las elecciones. Tal vez sea desalojado de Downing Street, pero nadie podrá acusarle de no luchar hasta el final con todas sus fuerzas.

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