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Ciudad y casa

EDUARDO MANGADAEl autor considera que el plan de vivienda 1992-1995 puesto en marcha por el Gobierno, que incluye 460.000 viviendas, supone la movilización de enormes recursos económicos y abre una puerta de esperanza para muchas familias. Sin embargo, agre ga, un doble riesgo puede amenazar este empeño. El primero, que la prisa justifique la utilización de la finca barata, del terreno fácil; el segundo, que la falta de un esfuerzo cultural conduzca a una degradación de la tipología edificatoria.

El plan de viviendas 1992-1995, puesto en marcha por el Gobierno, supone, sin duda, un gran avance cuantitativo y cualitativo, que rompe la monotonía de las políticas de los últimos años y merece el reconocimiento y la cooperación de las instituciones públicas, promotores, usuarios y profesionales.Cuatrocientas sesenta mil viviendas, aunque no todas de nueva edificación, suponen la movilización de enormes recursos económicos, administrativos y técnicos, y abren una puerta de esperanza para muchas familias, no precisamente las más pobres pero sí las que, en los últimos años" no han encontrado una respuesta acorde con su situación socioeconómica ni en el mercado privado ni en la promoción pública.

Esfuerzos y esperanzas que no pueden ser defraudados ni por la pereza burocrática ni por la apatía o la picaresca de los legítimos destinatarios de un bien necesario y protegido constitucionalmente.

Un gran esfuerzo, la movilización de enormes recursos, que plantea un reto cultural, tanto a las administraciones públicas más pegadas al territorio (comunidades autónomas y ayuntamientos) como a los profesionales que deberán proyectar y construir, o rehabilitar, tantas y tantas viviendas. Reto que se centra en superar los simples, aunque importantes, objetivos cuantitativos para aprovechar este impulso, recuperando la cultura de la ciudad y la cultura de la casa.

Un doble riesgo, administrativo y disciplinar, puede amenazar este empeño. El primero, que la prisa, la precipitación, la suma del número de viviendas iniciadas, como demostración de eficacia, en esa magia de los presupuestos rápidamente comprometidos y la autosatisfacción de las administraciones y operadores responsables de su ejecución pueden justificar la búsqueda, la utilización de la finca barata, del terreno fácil, aunque lejano y marginal, descontextualizado de la trama urbana o territorial. Repetiríamos con ello los errores del pasado, en que la promoción de polígonos de los años cincuenta y sesenta, en la periferia, rompió y ensució nuestras ciudades, generó un territorio fraccionado física y socialmente y constituyó uno de los problemas más graves, en términos políticos y económicos, con que debieron enfrentarse los ayuntamientos nacidos en 1979. La finca barata puede ser, a la larga, la más cara, porque unos terrenos sin transporte, sin dotaciones, sin el soporte cotidiano de la ciudad existente, se transforman en un desarrollo cuya posterior integración es enormemente costosa. El terreno fácil puede conducir a la degradación del paisaje y al despilfarro de recursos.

El segundo tiene que ver con la falta de pericia, de esfuerzo cultural, de promotores y proyectistas que, igualmente empujados por la prisa, conduzcan a una degradación, vulgarización, de la tipología edificatoria que debe expresar un programa de viviendas sociales. El pitufo adosado puede invadir y degradar hasta la náusea la periferia de nuestros pueblos y ciudades bajo la excusa de que es "la vivienda que quieren los obreros", con su buhardilla camuflada y tramposa, el garaje bajo el dormitorio y unos edénicos 40 o 50 metros cuadrados de césped y barbacoa. La manzana cerrada puede devaluar su potencialidad generadora de ciudad para ser la cobertura de la pereza intelectual, aunque pretenda contraponerse como revival progresista al bloque aislado, injusta y acríticamante denigrado por los capitanes del posmodernismo.

Frente a estos riesgos cabe una reacción entusiasta y enriquecedora, tanto en la recuperación de la cultura de la ciudad y el territorio como en el renacer de una reflexión sobre la casa como prototipo físico y social.

Tejido urbano

La vivienda, la cantidad residencial, es materia sustantiva y prioritaria para la construcción de la ciudad, y, por ello, su localización debe estar inserta en un modelo territorial e imbricada en el tejido urbano, existente o propuesto.

Cuando pensamos, como casos excepcionales pero ejemplares, en el enorme esfuerzo realizado en los últimos años en la construcción de nuevas infraestructuras en Madrid, Barcelona o Sevilla, que han generado una nueva geografía urbana, parece lógico que la cantidad de materia que viene a movilizar este nuevo plan de viviendas sirviese para completar la construcción de la ciudad, apoyando y aprovechando los nuevos espacios revalorizados y emergentes.

El entorno de la magnífica estación de Santa Justa o el frente del río recuperado, frente a la Cartuja, en Sevilla; el Segundo Cinturón o la prolongación de la Diagonal, en Barcelona; el Pasillo Verde Ferroviario o la remodelación de Atocha-Méndez Álvaro, en Madrid, deberían ser el soporte que localizase gran parte, quizás la más simbólica, del cambio cultural y político que supone el recién nacido y robusto programa de nuevas viviendas sociales, en lugar de transferir sus plusvalores a las actividades más agresivas de carácter terciario.

Pero aparte estos ejemplos singulares, de lo que se trata es de la exigencia de enmarcar la respuesta que exige construir cientos de miles de viviendas en una renovada cultura del plan, que tiene como objetivo último revitalizar, física y socialmente, nuestras ciudades y construir un territorio más eficaz e igualitario. Empeño no sólo exigible y posible en las grandes ciudades, sino en los municipios metropolitanos, tan necesitados de compleción y recualificación.

Contra la vulgaridad

La arquitectura, la forma de la casa, tipo y agrupación, deben encontrar en este reto cuantitativo de los próximos años no sólo la ocasión, sino la exigencia para renovar el discurso y reencontrar, en el origen, la razón primigenia de la arquitectura: la casa, junto a la plaza y el templo. Frente a tanta vulgaridad como se anuncia de forma repetitiva y promiscua en periódicos cotidianos y se colorea y mistifica en revistas de divulgación para amas de casa, hay que defender un renacimiento del mejor Le Corbusier, de la ponderada Amsterdam Sur, del debate entre sied lung frente a los hof en la Viena roja de Hoffmann y Ehn, de la Siemenstadt de Scharoun y Gropius, etcétera. O más cercano, pese a Franco y gracias a Julián Laguna, rememorar y emular el rigor, la frescura y la racionalidad de los poblados dirigidos de La Sota, Oiza, Romany y otros muchos.

Nuevas formas y programas, nuevas casas, a veces conflictivas con lo que quieren los obreros, según las encuestas seguidistas y acríticas que realizan los servicios comerciales de los promotores públicos o privados. Preferencias surgidas de preguntas ya contaminadas y cargadas de valores presuntamente asumidos como símbolo de un status apetecido por las llamadas clases populares. Esto es así, y la arquitectura puede ser simplemente la envoltura o cosmética sumisa de determinados modelos dominantes o, por el contrario, hay que asumir una cierta tensión entre el tópico al uso y la labor docente, experimental, agresiva incluso (con riesgo de alguna que otra grieta), capaz de responder no sólo a producir un cobijo, sino una casa y un barrio.

No reclamo el despotismo, más o menos ilustrado, de los arquitectos sobre los usuarios, simplemente entiendo inevitable y revitalizadora una tensión dialéctica que conduzca a una reinvención del tipo que permita identificar, dentro de unos decenios, el esfuerzo político y económico que supone este nuevo plan, con ejemplos arquitectónicos admirables o, cuando menos, dignos, como lo son tantos barrios obreros que desde el XIX hasta nuestros días han jalonado la historia de la arquitectura moderna.

es arquitecto.

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