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El sentido de un fracaso

La limitada importancia de las elecciones regionales y cantonales en Francia no debe ocultar la gravedad de la crisis política que pone de manifiesto su resultado. Apenas un tercio de los electores franceses han votado por un partido de Gobierno, sea éste de derecha o de izquierda. El Partido Socialista (PS) ha sufrido un considerable retroceso -ha sobrepasado por los pelos el 18%- del que no se ha beneficiado la derecha democrática, lo que hace que aumenten los votos de protesta en favor, sobre todo, del Frente Nacional por la derecha y de los ecologistas por la izquierda.Ello muestra claramente que es el sistema político, más aún que el PS, el que ha sufrido el descalabro: los franceses no se sienten representados por sus grandes partidos, y si sus críticas se concentran en el PS, acusado de estar corrompido y dividido y, por tanto, doblemente desgastado por el poder, tampoco esperan gran cosa de una derecha también minada por la guerra entre los jefes y sin claras consignas que oponer a las del Frente Nacional, del que a veces parece ser la periferia.

¿De dónde viene esta crisis? Ante todo, del triunfo del modelo liberal al que los principales partidos políticos, el RPR y el PS, se han opuesto siempre. El liberalismo, tanto en Francia como fuera, sólo da seguridad a los fuertes, quienes pueden defender sus intereses en el mercado. El resto pide la protección del Estado intervencionista e incluso neocorporativista. Los electores de la izquierda, profesores y funcionarios generalmente, reprochan al Estado socialista, temeroso de la competitividad internacional de la economía francesa, no haberles protegido. Pero los electores de la derecha, en su mayoría autónomos, agricultores, comerciantes, artesanos o personas mayores, se sienten todavía más directamente amenazados por la apertura de fronteras y la internacionalización de la cultura y la economía. Los ex votantes gaullistas encontraban en la fortaleza del Estado nacional una compensación tanto de su propia debilidad económica como de la de Francia; hoy tienen el angustioso sentimiento de que a los peligros económicos que les amenazan se añaden peligros culturales que ponen en entredicho la identidad nacional. De ahí el deslizamiento de muchos de los electores del RPR hacia un Frente Nacional que dice en voz alta lo que la mitad de los franceses piensa en voz baja. Entre los ecologistas, por su parte, sólo hay un segmento que está abiertamente en contra del sistema político, puesto que la otra mitad, la que vota a Generación Ecología, por el contrario, pide ante todo una reconstrucción de la mayoría presidencial.

Ya no existe acción política que ofrezca garantías a los que se sienten más amenazados que favorecidos por el mercado. El fin del estatalismo proteccionista sumerge en la angustia a las categorías más diversas, entre las que se encuentran muchos intelectuales más acostumbrados a batallar contra el Estado que a reforzar la democracia de base. Los pequeños asalariados, por su parte, ya no están defendidos por los sindicatos, muy debilitados, y sienten muy lejano al PS; los trabajadores independientes se sienten amenazados por la reglamentación europea. Muchos movimientos de protesta tienen, además, un carácter antieuropeo que expresa a su manera esa conciencia general de la ruptura entre las demandas sociales y las respuestas políticas.

Esta situación no es exclusiva de Francia, pero Francia está constituida, en mayor medida que el resto de sus vecinos, por la identidad de la sociedad con el Estado, unidos ambos en la idea de nación a la que la Revolución Francesa dio una fuerza sin igual. Salvo quizá en Estados Unidos. Comparación ésta muy sugestiva, ya que Francia se acerca hoy a la imagen política tradicional de EE UU, país de partidos débiles y de movimientos populistas constantes, mejor o peor recuperados por los grandes partidos nacionales. Francia vive particularmente mal su pérdida de influencia internacional. La situación creada por Yalta le era favorable y supo utilizarla muy bien tomando la iniciativa de la construcción europea. Tras el final de la guerra fría, el desmoronamiento del imperio soviético y la reunificación alemana, la política internacional de Francia parece desorientada. Su apoyo a la iniciativa norteamericana contra Sadam Husein no le impidió -como al Reino Unido- verse totalmente apartada de las iniciativas de paz en Oriente Próximo, y, en el conflicto yugoslavo, Alemania impuso por primera vez a sus aliados europeos una decisión unilateral. El Reino Unido, Alemania, Italia o Suiza se sienten también amenazados por la presión que en sus fronteras ejercen los inmigrados y refugiados, pero sólo en Francia ese problema social ha encontrado una expresión política que muestra la gravedad particular que en este país tiene la crisis de identidad que sufren todos los países europeos, salvo, ahora, la Alemania reunificada.

La crisis francesa es ante todo política, ya que, tras ocho años de esfuerzos, la economía se ha enderezado, se ha liberado de la inflación, ha hecho importantes inversiones en Estados Unidos y en la industria ha alcanzado un valor añadido por trabajador exactamente igual al de Alemania. Muchos observadores extranjeros se asombran de la poca moral de los franceses siendo su país prácticamente el único que cumple las condiciones fijadas en Maastricht para el paso a la tercera fase de la integración europea, la unificación monetaria. Pero la descomposición de un modelo político puede ser más grave todavía que la crisis económica.

La gravedad de la crisis sitúa a Mitterrand frente a decisiones difíciles. Le será prácticamente imposible construir una nueva mayoría en tomo al Partido Socialista, pero puede paralizar a la derecha volviendo al escrutinio proporcional. Lo que, sin embargo, corre el riesgo de provocar una protesta capaz de dar a la derecha esa mayoría a la que está próxima, aun con un sistema totalmente proporcional. Y más inmediatamente, no está claro cómo puede mantener en el poder durante un año a un primer ministro que ha obtenido resultados tan malos y que es rechazado por la opinión pública.

Estas elecciones, en apariencia secundarias, hacen evidente una situación anunciada desde hace varios meses por los sondeos. El decenio Mitterrand ha terminado. En realidad, lo hizo hace mucho tiempo, pues, tras el abandono del programa común en 1983-1984, el presidente de la República no tiene proyecto político y deja a sus ministros consagrarse a una reconstrucción de la economía que se imponía, pero que era incompatible con el espíritu y objetivos del programa común. Michel Rocard utilizó bien este periodo para acelerar el enderezamiento económico, pero es este éxito el que hace que las frustraciones sociales sean cada vez más insoportables. Sería excesivo hablar de crisis del régimen, pero sería insuficiente hablar sólo de fracaso electoral. La que está en crisis y debe ser profundamente modificada es la relación entre el sistema político y la situación social. Desde hace mucho tiempo, observadores como François Furet habían hablado del fin de la "excepcionalidad" francesa; la expresión es acertada, ya que es imposible participar del todo en un mundo que en este momento está dominado por la buena conciencia liberal y mantener el discurso del intervencionismo económico y cultural del Estado. Tanto en Francia como en el resto de los países europeos habrá que poner rápidamente de acuerdo la política económica y la política social y elegir entre el mercado como regulador de la sociedad o la formación de un nuevo proyecto de sociedad capaz de imponer ciertas orientaciones a la actividad económica misma.

El grave descalabro electoral de la mayoría en el poder es el síntoma de una crisis todavía más profunda, que atañe a toda Europa, donde los progresos de la integración económica y monetaria no deben hacer olvidar la descomposición de los modelos políticos y culturales.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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