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CAMBIO HISTÓRICO EN SURÁFRICA

Ruptura con el pasado, apuesta por la esperanza

Los blancos abren paso a un país nuevo al votar sí a las reformas del presidente De Klerk

Alan Paton, el novelista que retratara al borde de la más deprimente de las perfecciones el alma de la Suráfrica contemporánea, dijo en una ocasión que éste era un país en que el lunes le invadía a uno la desesperación y el martes le embargaba la esperanza. Fue profético. El pasado lunes, los surafricanos estaban en vísperas de arrancar las profundas raíces del apartheid y tenían el alma sobrecogida por el pavor a que no fuera posible y a que la historia diera un sangriento paso atrás si ganaba el no. El martes, una avalancha de blancos se precipitó a las urnas, dispuesta a poner fin a 350 años de su dominación sobre la mayoría negra del país. Fue una dramática ruptura con el pasado, una apuesta por la esperanza.

Paton sólo tenía razón en parte: en la cabeza y el corazón de los votantes combatían en desordenada confusión dolor, aprensión, esperanza y auténtico miedo. "Ha sido un día doloroso", decía después una joven surafricana de la más progresista de las corrientes, que nunca antes había votado como muestra de repudio al régimen racista y que el martes dio su sí a las negociaciones en marcha para dotar al país de un sistema político democrático. "Ayer voté con dolor", volvió a repetir. "Este país se acaba". Para ella el horizonte está plagado de nubarrones y el pastel económico a repartir no da sino para porciones que no van a dejar a nadie satisfecho. "Todos van a querer parte del pastel y la pastelería va a estallar", sentencia con fatalidad.Los cinco millones de blancos surafricanos han optado por abrir el país a los 28 millones de negros, tres millones de mestizos y un millón de indios, que durante décadas fueron ciudadanos de segunda y tercera; en el caso de los negros, poco más que seres semovientes a los que ni siquiera hacía falta enseñar a leer y escribir. El punto final puesto al capítulo del apartheid el histórico 17 de marzo de 1992 se señala como "el auténtico nacimiento de la nueva Suráfrica" en palabras del presidente Frederik W. de Klerk, y da paso a un futuro incierto que no hay surafricano que no vea plagado de dificultades.

Hasta ahora la vida había sido extremadamente generosa con los surafricanos blancos, dueños de un país que les brindaba un nivel de vida californiano gracias a la explotación inmisericorde de la enorme mayoría negra.

El voto de 1948

El régimen de desarrollo separado, como la ideología del Partido Nacional define lo que para el resto del mundo es racismo, nació en 1948 tras el ajustado triunfo electoral de los más militantemente racistas de entre los afrikáners. El pueblo de ascendencia holandesa, fundamentalista y calvinista, creyó hallar la tierra prometida en la punta austral de África, tierra en la que estableció un pacto con Dios por el que, entre otras cosas, se obligaba a seguir la Biblia al pie de la letra. "Si Dios hubiese querido el mestizaje, hubiese creado mestizos, pero lo que creó fue diferentes razas", explica un afrikáner radical. "Cuando yo vuelva a Él tendré que rendirle cuentas de qué he hecho con la mía. No puedo ir contra la voluntad de Dios".

El racismo ya existía de antes y se aplicaba a rajatabla para beneficio de afrikáners e ingleses -éstos llegados al amparo del expansionismo imperial del pasado siglo y dominadores de negros con mano izquierda y modales-, pero los nacionalistas afrikáners, los más elementales de un pueblo simple donde los haya, cometieron el error de elevarlo a principio constitucional y aplicarlo con furia.

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El Gobierno elaboró un complejo sistema de leyes que sólo han desaparecido con la llegada al poder de De Klerk, ajeno al mundo de lo que los surafricanos llaman segurócratas, la alianza de policías y militares que ha sido una constante en la historia del país.

Los tres primeros ministros, una vez conseguida la unión entre las repúblicas bóers y las colonias británicas que dio lugar a la aparición de Suráfrica en 1910, fueron generales duchos en las constantes guerras del siglo precedente, y el propio antecesor de De Klerk, Pieter W. Botha, ocupó la cartera de Defensa durante 12 años antes de alcanzar la máxima magistratura de la nación, desde la que empleó sin pausa medidas de fuerza para hacer cumplir un orden legal cuya inviabilidad política y económica se negaba a ver: los negros no podían vivir en zonas para blancos, ni compartir servicios públicos, ni las zonas de recreo con ellos, ni adquirir tierras. La educación que se les acabó concediendo a regañadientes era, y sigue siendo, de ínfima calidad.

La conciencia de los negros fue creciendo lentamente y produjo su primer estallido con la matanza de 86 manifestantes en 1960 en Sharpville. La sangre no ha dejado de correr a raudales desde entonces en el país más violento del mundo, con la violencia del Estado aplicada sin recato sobre las masas negras. El levantamiento de los escolares de Soweto en 1976 -cuando se impuso la educación en afrikaan, la lengua del opresor-, produjo, en cuestión de meses, casi 600 muertos y miles de heridos.

Violencia institucional

Ahora esa violencia institucional se ha reducido a su mínima expresión, con las atroces escaramuzas de una larvada guerra civil en los guetos entre grupos étnicos que buscan posiciones de fuerza con vistas al futuro inmediato y ven atizadas sus ambiciones por misteriosas manos en la sombra relacionadas con los segurócratas. Sólo el año pasado 2.600 negros murieron a manos de otros negros y la matanza continúa.

De Klerk ha arrojado por la borda todas las leyes segregacionistas, pero sigue sin encontrar la fórmula para levantar la última barrera racista, la del derecho de voto, que sólo eliminará cuando tenga garantías de que la tribu blanca -que agoniza entre el desastre y el peligro, una versión dramática de la disyuntiva de Alan Paton- no va a tener que pagar mucho más de un diezmo por sus pecados históricos.

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