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Tribuna
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Sobre la prensa libre

Durante los cinco años largos transcurridos desde que The Independent publicó su primer número, el 7 de octubre de 1986, hemos soportado lo que debe ser la gama completa de las presiones que pueden ejercer sobre un periódico nacional británico todos aquellos a los que les gustaría evitar que llegue al público lo que consideran un molesto artículo informativo o una opinión inoportuna. Dichas' presiones provienen del Gobierno, de individuos privados y de algunas sutilezas de la estructura de la ley británica; sin embargo, nuestros anunciantes, de los que los lectores suponen que tienen sobre nosotros- la mayor de las influencias, son los que menos nos han presionado. Algunas empresas nos han retirado su publicidad porque no les gustaba algo que habíamos escrito, pero ninguna de ellas es lo suficientemente importante, en relación con el gran número del resto de anunciantes, como para que la pérdida de su publicidad represente para nosotros diferencia alguna.Un factor que a menudo se considera de gran influencia en la-redacción de los artículos de los periódicos es la propiedad de éstos. The Independent tiene la fortuna de ser una empresa que se autofinancia. La mayor parte de la prensa nacional británica está en manos de grandes empresas con intereses que van más allá de la simple publicación de periódicos. Aunque de hecho esto puede no comprometer la política informativa de cualquier cabecera, a veces da la impresión de que sí lo hace. Por ejemplo, los muy amplios intereses en los medios au!diovisuales de News International, propietaria de cinco periódicos m*cionales en Gran Bretaña, entre los que se encuentran The Times y The Sunday'Times, la han expuesto a la acusación de que utiliza sus periódicos al servicio de sus intereses audiovisuales en el Reino Unido

Los Gobiernos tratan, naturalmente, de controlar la información. Esto es correcto, en el caso de auténticos secretos de Estado (como la identidad de los agentes secretos o el contenido de planes militares), pero los medios con los que el Gobierno británico ha intentado excluir al público de sus deliberaciones han sido excesivos. En Gran Bretaña no hay legislación sobre el derecho a la información, y según la Ley de Secretos Oficiales, en vigor hasta marzo de 1990, toda la información gubernamental cuya publicación no estaba xpresamente autorizada estaba legalmente protegida. La nueva Ley de Secretos Oficiales, que todavía no ha sido invocada en los tribunales, define (en términos bastante -generales) las clases específicas de información que no se pueden revelar, y no permite, en el caso de que tal información se publique, ninguna defensa basada en el interés público. Esta nueva ley puede tener como efecto el impedir que vean la luz artículos tan útiles como los publicados sobre la avería en la planta de fabricación de armas nucleares de Alderinaston, que fueron importantes para que se realizaran cambios.

El caso del Spycatcher puso de manifiesto otro aspecto del excesivo secreto de la vida pública británica. Cuando un antiguo agente de los servicios secretos, Peter Wright, trató de publicar sus memorias en Australia, el Gobierno británico intentó utilizar la ley de confidencialidad comercial para impedírselo. También persuadió a los tribunales para que dictarán órdenes por las que impedían a los periódicos británicos informar sobre detalles del libro que había salido a la luz pública en el juicio de Australia. La utilización de esas órdenes de restricción previa, cuyos violadores pueden ser acusados de desacato por los tribunales, creó una forma de censura que nosotros desafiamos publicando resúmenes de las principales afirmaciones que se hacían en Spycatcher, afirmaciones que llegaban hasta el fondo de la relación en tre el Gobierno democrático y los servicios de seguridad. Una de las consecuencias del caso del Spycatcher fue hacer más urgente en el Reino Unido el debate sobre qué lugar debe ocupar la libre expresión en nuestra Constitución no escrita. Hay un persistente movimiento para hacer más firme en nuestra vida nacional el histórico compromiso británico con la libre expresión mediante la incorporación a nuestra legislación del artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos, pero este movimiento y las campañas correspondientes no han tenido éxito todavía.

Uno de los aspectos de la potestad de los tribunales de enjuiciar por desacato que nosotros no pretendemos desafiar es la norma de los secretos sub júdice. En el Reino Unido está prohibido, para garantizar un juicio justo, que una vez que una persona ha sido acusada de un delito, se publique cualquier detalle relacionado con el caso que pueda influir en la opinión de un jurado. Puede argüirse, como ocurre en Estados Unidos, que esta restricción niega a nuestro sistema de justicia una información pertinente que podría salir a la luz gracias a las investigaciones de la prensa libre; pero en el Reino Unido hay consenso sobre el hecho de que la posibilidad de predisponer a un jurado, mediante información y comentarios previos al juicio constituye un riesgo mayor.

La potestad de los tribunales de encausar por desacato se utilizó para exigir a uno de nuestros periodistas económicos, Jeremy Warne, que revelara el nombre de una fuente con objeto de colaborar en una investigación sobre corrupción en la Bolsa. Se negó, y finalmente se le impuso una multa de 20.000 libras [alrededor de 3,6 millones de pesetas]. El periódico pagó las costas legales y la multa por considerar que si las personas que tienen algo que revelar no pudieran fiarse de que nuestros periodistas van a mantener su confidencialidad, el interés público sufriría a la larga por falta de fuentes de información.

El último aspecto, y el más pernicioso, de las restricciones legales que limitan a la prensa son nuestras leyes sobre el libelo. Defenderse de la acusación de libelo en los tribunales británicos resulta muy dificil y costoso. La carga de la prueba recae sobre el demandado y las pruebas que se le exigen deben ser muy contundentes. En Estados Unidos, por el contrario, el Tribunal Supremo ha determinado que, con objeto de proteger la libre expresión que la democracia necesita para tener un electorado informado, los escritos sobre las figuras públicas no pueden ser calificados de libelo, aun cuando sean falsos, a menos que haya habido mala intención o imprudencia por parte del periodista. En el Reino Unido no tenemos una protección de este tipo, y, en consecuencia, hemos desarrollado la institución del gagging writ [mandato judicial de silenciar el tema], el más refinado de los mecanismos para impedir que la prensa prosiga una investigación.Funciona como sigue: si una persona adinerada o una empresa consideran que hemos escrito algo sobre sus actividades que posiblemente es un libelo, aunque probablemente sea cierto, puede hacer que u abogado obtenga un mandato contra nosotros por un coste aproximado de 25 libras [unas 4.500 pesetas]. El periódico debe, a continuación, gastar una gran cantidad de tiempo y dinero en preparar su defensa ante los tribunales, y hay que ser muy valiente para seguir escribiendo sobre el tema, puesto que el coste, si se perdiera el caso, se duplicaría o triplicaría.

Estos mandatos, en manos de algunos hombres muy poderosos, son como una ametralladora que barre el terreno entre sus casas y los periódicos. Como las balas, los mandatos son baratos para el que lo s utiliza y caros para el que los recibe; para un periódico pueden representar una carga de cientos de miles de libras. Si se quiere que la prensa británica continúe investigando con la profundidad con la que se debe hacer, hay que reducir los altos costes de los casos de libelo.

Sobre el contenido de un periódico existen, evidentemente, presiones que no proceden de la ley. Grupos especiales de intereses de todo tipo pueden hacerle la vida imposible. Estos grupos Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tienen una gran preocupación por cómo son tratadas sus áreas particulares de interés, preocupación que, en casos extremos, pueden llegar casi a la paranoia. En un área que suscita debates especialmente acalorados, tales como las diversas crisis de Oriente Próximo, cualquier cosa que se publique parecerá a ciertas personas o grupos injusta e incluso una conspiración. Por tomar un ejemplo extremo: anticipándonos a la publicación del primer comentario amplio de Salman Rushdie sobre la reacción musulmana a Los versos satánicos, que le llevó a esconderse temiendo por su vida, nos pareció aconsejable instalar en nuestro edificio mecanismos de seguridad por valor de 100.000 libras [alrededor de 18 millones de pesetas].

Un efecto más sutil de la labor de los intereses especiales es la capacidad que tienen para ganarse a los periodistas. Por supuesto, una invitación a una comida no funciona y el soborno abierto es muy, muy raro, pero la información es otra cosa. Actuando con inteligencia, los interesados pasan información al periodista hasta que éste llega a confiar en ellos y, en cierta medida, cae bajo su influencia. Por este motivo, es importante que los directivos de los periódicos vean más allá de las opiniones de sus periodistas especializados al valorar la cobertura que se está dando a un tema concreto.

Finalmente, están los propios lectores, cuyos gustos y opiniones hacen llegar al periódico. En el Reino Unido hemos tenido un sistema autorregulatorio de quejas al Consejo de la Prensa formuladas por lectores que pensaban que un artículo era de mal gusto o estaba escandalosamente sesgado o era criticable por alguna razón. Pero, por diversos motivos, las condenas del Consejo han terminado por tener muy poca importancia. Hace tres años me propuse llevar a cabo tres reformas. Mis objetivos eran reunir a los directores de los periódicos nacionales para, primero, elaborar un código de ética voluntario; segundo, nombrar en cada periódico representantes de los lectores (ombudsman) que hicieran cumplir el código, y tercero, crear una nueva comisión de quejas relacionadas con la prensa, en la que el enjuiciarrtiento lo harían los propios colegas.Todos esos objetivos se han alcanzado ya.

Es importante que esas reformas tengan éxito, porque las quejas sobre los excesos de la prensa sensacionalista en el Reino Unido han llegado a ser tan ruidosas que la legislación será la desagradable alternativa a la autorregulación en el control de todo lo relacionado con la prensa, incluidos los periódicos de calidad, tales como The Independent. Ya se han presentado en el Parlamento diversos proyectos de ley para garantizar el derecho a la vida privada de los individuos, incluidos los políticos, y para regular un derecho de réplica que exigiría a un director insertar en su periódico, sin tocar una coma, un texto no solicitado. Hasta el momento, esos proyectos no han conseguido convertirse en leyes.

En la mayoría de los aspectos clásicos por los que una prensa se considera libre, el Reino Unido sigue manteniendo una prensa libre. Nuestros periódicos no necesitan autorización de salida y pueden iny primir lo que deseen sin necesidad de tener que ser aprobado previamente por ningún departamento estatal. Son fuertes en sus opiniones y, a veces, valientes en su información. Pero existen continuos esfuerzos para limitar su influencia e impedir el ejercicio de su curiosidad mediante lo expuesto anteriormente. La prensa británica es relativamente libre, pero puede llegar a serlo más para poder explorar con mayor profundidad las zonas no investigadas de nuestra vida nacional.

Andreas Whittam Smith es director del diario británico The Independent.

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