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Tópicos políticos

Joan Subirats

Estamos constantemente sumidos en el descrédito de la actividad política y, por ende, en el descrédito de la cosa pública. Las reacciones son diversas. Hay quien simplemente ha conectado tal situación con los viejos tópicos de este país en relación a la política y va sembrando a diestro y siniestro sus "todos son iguales", mientras otros no salen de su asombro ante cada nueva "revelación". Incluso los hay optimistas que afirman que lo de estos días no sería más que un signo de la consolidación democrática de nuestro país, que nos acercaría así a fenómenos habituales en Japón, Estados Unidos o Italia.Decía hace pocos días un amigo y politólogo italiano, Giacomo Sani, que en su país circulan tres grandes tópicos: el primero afirma que todos los políticos son igualmente corruptos, el segundo considera que la sociedad italiana es generalmente honesta y el tercero propone que la única solución ante tal distorsión es la gran reforma del sistema político. Algo de eso empezamos a tener por aquí. Los dos primeros tópicos ya son cosa nostra, el tercero empieza a circular fragmentariamente (Senado, autonomías, sistema electoral ... ) aquí y allá.

No se pretende hacer aquí moralismo alguno ni plantear normativas que encaucen lo inabarcable, ni mucho menos afirmar, como hacen algunos, que la solución a la corrupción es conferir más protagonismo a la Intervención General del Estado. Propongo simplemente que nos preguntemos si no estamos utilizando unas categorías poco apropiadas para describir las relaciones entre Estado y sociedad, y, por lo tanto, estamos también equivocándonos en las soluciones.

La tradición política liberal postulaba la separación entre Estado y sociedad. Ante una sociedad autosuficiente y autorregulable, el Estado aparecía como juez imparcial, por encima de los particularismos, dispuesto a defender los intereses generales, la regulación del conflicto y el mantenimiento del orden. La democracia ha cambiado esa situación. Los poderes públicos son reclamados constantemente para atender miles de supuestos en que la sociedad entiende (o espera) que intervenga. Las obligaciones estatales pasan de ser abstractamente reguladoras a convertirse en prestaciones específicas de servicios. Del orden y la seguridad, a la enseñanza, la sanidad, la vivienda o el medio ambiente. Los otrora sólo ciudadanos se convierten así en clientes de un Estado del que, a pesar de todo, continúan desconfiando y al que quieren controlar, pero del que dependen.

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Pero el Estado, o más en general los poderes públicos, ya no ocupan esa posición superpartes que se postulaba en plena época liberal. Cada Administración es simplemente un actor más en cada proceso de toma de decisiones, en cada política a aplicar, con intereses tan particulares como los intereses del resto de actores privados que participan en el proceso o que se ven afectados por el mismo.

Así, por ejemplo, el director en un organismo de la Administración pretende conseguir los mayores éxitos de su gestión, aunque ello implique muchas veces particularizar su política, competir con otras administraciones o interpretar a su manera unos objetivos que por generales acaban siendo ambiguos. Otra cosa distinta es que en su gestión incurra en supuestos no previstos legalmente o que se exceda en sus atribuciones, pero ello no será sino una distorsión excesiva (y por tanto sancionable) de una autonomía de gestión que hemos de entender como positiva si lo que preocupa socialmente no sólo es el cumplimiento de la legalidad, sino también la obtención de unos servicios individuales concretos.

Se, particulariza así el Estado, se hace más social, al intervenir más y más en la interacción individual y colectiva, pero, en cambio, continúa manteniéndose una forma de explicar sus procesos de legitimación que viene directamente de la más primigenia tradición liberal decimonónica. Nuestros representantes lo son de toda la nación, a pesar de que su proceso de designación permanezca sumido en el proceloso mundo de las organízaciones partidistas. De su labor específica en relación a políticas o intervenciones concretas no se deriva forma de sanción alguna, ya que el voto se ha ido convirtiendo en un arma excesivamente burda y discontinua para recoger las satisfacciones y decepciones continuas que la constante interacción público-privado provoca.

Los políticos, sometidos al día a día particularista, mantienen la ficción generalista que les da su estatuto de representantes de algo tan difuso como la soberanía popular. La debilidad dé los partidos políticos, la separación entre labor y sanción, la excesiva dependencia de la voluntad de algunos pocos cabecillas de partido para explicar o no su continuidad los va profesionalizando en el peor sentido del término. Y algunos, conscientes de la separación gestión-sanción, se dejan atraer por dinámicas sociales siempre atentas a los posibles beneficios derivados de tal o cual actuación, entrando de lleno en supuestos de corrupción.

Mantenemos el tópico político de la representación nacional, mantenemos el tópico político de la existenc ¡a de unos intereses generales siempre por concretar y continuamos defendiendo que los políticos deben ser seres sin tacha ni conexión alguna, aunque el "todos son iguales" lo tengamos siempre a punto. Quizás deberíamos buscar fórmulas de conexión entre los dos mundos, el de la política y el de la sociedad, en que predomine lo laico sobre lo sagrado. No busquemos a políticos sin tacha cuando en nuestro mundo sólo buscamos personas eficaces o bien preparadas. Busquemos formas de representación en que el control y la sanción sean más directos. Busquemos el irnos desembarazando de tópicos para sustituirlos por cautelas y por transparencia. No pidamos responsabilidad cuando el sistema fomenta la irresponsabilidad y propicia la abstención.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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