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Sobran tramposos

Enrique Gil Calvo

Ahora que está a punto de celebrarse el quinto centenario del decreto de expulsión de los judíos (31 de marzo de 1492), bien pudiera plantearse un paralelo entre la actual campaña de denuncia de la corrupción y el principal cargo extrarreligioso que el antisemitismo inquisitorial dirigía contra judíos y conversos, que era acusarles de usura y logro. En efecto, al igual que la denuncia del pecado de usura no lograba impedir la necesidad de recurrir a los prestamistas para obtener créditos (que mal podrían otorgarse sin recibir interés a cambio), tampoco la denuncia del pecado de corrupción impide la necesidad de recurrir a maniobras especulativas para poder financiar actividades políticas (a las que nadie estaría dispuesto a contribuir desinteresadamente sin recibir nada a cambio). Y este forzado paralelo no resulta demasiado aventurado si recordamos que, al igual que judíos y conversos se especializaron en financiar al fisco, también hablamos de corrupción sólo ante el lucro con el interés público (Administración y partidos políticos) y nunca con el privado (empresas y particulares), que parece legítimo.¿Quiere esto decir que estoy proponiendo la despenalización de la corrupción admitiendo la privatización del interés público? Nada más lejos de mi intención. Por el contrario, creo firmemente que uno de nuestros mayores problemas es ese mal entendido patriotismo de partido por el cual se confunde el desinterés personal y el interés público con el interés particularista de partido: la prostitución no es menos prostituyente si el dinero cobrado se ¡e entrega íntegramente al chulo o a su maflosa organización.

Sin embargo, esto no impide reconocer la naturaleza del problema, que es el de cómo establecer una pactada estructura de incentivos que estimule la participación de los particulares en los Oorganismos colectivos. ¿Por qué habría nadie de renunciar a su egoísmo racional contribuyendo desinteresadamente al sostén o a la acción del grupo?: es éste el olsoniano dilema del gorrón que debe resolver toda organización política que quiera persistir alcanzando sus objetivos. Y de ahí la necesidad de establecer incentivos, para que al interés privado le convenga y le compense coincidir

con el interés colectivo. Pero ¿acaso vale cualquier incentivo, y no hay forma de distinguir entre incentivos legítimos (que son los que no lesionan el interés público) e incentivos corruptos (que privatizan o clientelizan mafiosamente los bienes públicos)? ¿Cómo enjuiciar éticamente las posibles estructuras de incentivos para poder pactar las más legítimas y eficaces?

Weber propuso la contraposición de dos éticas racionales' entendidas como motor de la acción social: la ética voluntarista de las convicciones (donde los actos obedecen al deber, guiados por principios inamovibles) y la ética responsable de las consecuencias (donde los actos se eligen estratégicamente en función de sus resultados futuros más probables). Tradicionalmente se sobreentiende que la primera (fundada en la razón intencional) es una ética ideológica, fundamentalista o fanática, mientras que la segunda (fundada en la razón instrumental) es una ética económica, racional o pragmática. Sin embargo, el reciente triunfo metodológico del púadignia de la elección racional ha venido a demostrar que la ética weberiana de la responsabilidad estratégica puede degenerar en el oportunismo táctico (Elster).

Históricamente, la mayor parte de las organizaciones políticas suelen apelar a los principios ideológicos para reclutar a sus miembros y movilizarlos: el compromiso con la causa es el incentivo que mueve a sus militantes a participar, considerando un deber moral el sacrificarse por sus convicciones. Y el caso extremo sería el del jacobinismo revolucionario, auténtica religión política para la cual el fin justifica los medios. Sea cual fuere su color ideológico (fascismo, comunismo, nacionalismo, integrismo), siempre el incentivo ético es el mismo: la convicción revolucionaria exige la entrega desinteresada a la causa, a la que se juzga como eximente y redentora.

Pero tras la rutinización del carisma y el descrédito de las ideologías, el fracaso de las religiones revolucionarias ha hecho que sus anteriores adeptos hayan caído en el extremo opuesto de un oportunismo exacerbado. Como querían Nietzsche o Dostoievski, cuando Dios ha muerto todo está permitido: el antiguo creyente falangista en la revolución pendiente se toma corrupto funcionario del partido conservador, y lo mismo sucede con el antiguo creyente marxista en la revolución proletaria al caer en la mafiosa corrupción clientelista del aparato del partido. Pues en política, el descreído es un pragmático: un especulador oportunista para el que todo vale (gato negro, gato blanco) con tal de obtener éxito y alcanzar resultados.

Sin embargo, la transición desde la ética fundamentalista de los principios ideológicos hasta la ética oportunista de los resultados prácticos admite su detención momentánea en una estación intermedia, que tiene tanto de fanatismo como de pragmatismo. Sería éste el caso de los partidos todavía comunistas (o, en el extremo, de HB), que sobreviven con pleno compromiso político de su militancia a pesar de la pérdida de sus principios ideológicos. Si ya no son las convicciones éticas las que les mueven (pues la realidad las ha desmentido), pero tampoco han caído (todavía) en la corrupta búsqueda oportunista del éxito, ¿cuál es entonces el incentivo ético que moviliza a sus niffitantes y les impulsa a participar? Sin duda, no tanto el patriotismo de partido como el propio placer de formar parte de una organización social eficaz, que tanto más gratifica solidariamente a sus miembros cuanto más influye sobre la realidad en la que interviene con su actividad. Esta es la ética de la participación presente, inmediata y espontánea, equidistante tanto de la ética de los principios originarios como de la ética de los resultados futuros esperados.

Pues bien, a partir de. aquí (pero, por supuesto, sin querer poner como ejemplo al PCE o HB, antes al contrario, pues son organizaciones que están viciadas por su origen antidemocrático o por su inductora complicidad con la coacción criminal) bien puede proponerse una superación del modelo dicotómico weberiano. Frente a la ética de las convicciones (que degenera en el fundamentalismo, cuyos sacralizados fines justifican todos los medios por criminales que resulten) y frente a la ética de las consecuencias (que degenera en el oportunismo pragmático, para el que todo medio vale, con tal de que permita alcanzar éxito y obtener resultados), antepongamos la ética de la participación, que valora y enjuicia una acción (política) no por los fines a los que sirve ni por los resultados que procura sino por procedimientos que utiliza (es decir, por sus medios y sus formas de participación).

Ésta es una ética basada no en la razón intencional (pues el infierno está empedrado de buenas intenciones) ni en la razón instrumental (pues las consecuencias no queridas de los actos producen efectos contraproducentes y perversos), sino en la razón formal, que juzga la coherencia lógica y el rigor metodológico de los procedimientos de participación. Y es a esta luz de la razón formal a la que hay que juzgar el grado de legitimidad o de corrupción de los incentivos políticos utilizados. Las prácticas políticas (la financiación de los partidos, el reclutamiento de su personal, la retribución profesional de sus servicios) no pueden juzgarse ni por sus buenas intenciones ni por sus resultados pragmáticos sino sólo por su estricta limpieza formal. Pues si la razón intencional es lo propio de la metafísica (religiosa o mágica), y la razón instrumental lo propio de la estrategia (militar o económica), la razón formal es lo propio del arte, la ciencia, el derecho y la democracia.

Páctense, pues, unas coherentes reglas de juego comúnmente aceptables por todos como incentivo legítimo, y dispónganse todos los actores políticos a respetarlas con escrupulosa limpieza formal. Pues lo que está en juego no es la limpieza de sangre de los políticos (como sucedía con la, persecución inquisitorial de los judeo-conversos) sino su limpieza al jugar: sea cual fuere su desinterés o afán de lucro, los tramposos sobran y están de más.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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