Carnavales
Se acerca el Carnaval y tal vez no hace falta. El Carnaval ya sólo es una conmemoración de cuando no éramos dobles y la vida era única y previsible. Ahora descubrimos máscaras bajo las máscaras y pobres disfrazados de banqueros que consiguen créditos al 0% y hasta los carnavales de Niza se nos han llenado de prefascistas sin antifaz. La vida es más escena que calle y, en vez de ir a la guardarropía de alquiler, nos basta abrir nuestro propio armario y dejarse aconsejar por Zelig. "Cuando amo soy un amante; cuando paseo soy un paseante; cuando compro soy un cliente", dice Peter Handke en uno de sus textos más amargos. Y, con el país ensartado en el pincho de las contradicciones, a veces nos miramos en el espejo de antiguas fidelidades y ya sólo vemos la imagen empañada por tanto vapor de historia opaca que hemos dejado en la bañera.Tantos carnavales y tantas veces al año nos desconciertan. Estábamos acostumbrados a que por Carnaval cada uno se disfrazara de aquello que no era: el noble se vestía de pobre, el quinqui de policía, las putas de monjas y los hombres de mujer. Este conocimiento de aquello de lo que huíamos constituía cómo mínimo una certeza entre la confusión. Pero nos sorprendemos con carnavales permanentes y ya no sabemos dónde empieza la persona y dónde el personaje. Cuando enarbolamos la nómina somos sindicalistas; cuando los transportes están en huelga somos ciudadanos de orden; cuando estrenamos BMW nos damos un homenaje; cuando sisamos a Hacienda nos damos justicia. El año pasado nos quitaron los carnavales por aquello del Golfo y este año vuelven a ponerlos por todo lo contrario. El año pasado éramos el Capitán Trueno y este año somos el Conejo de la Suerte. Es decir: de tanto ser ya no somos absolutamente nada. En el mejor de los casos ya sólo somos unos pobres socialdemócratas en paños menores.