Terrorismo y democracia
En la primera década del siglo, cierto Shanti de Meabe, hermano del fundador de las Juventudes Socialistas y él mismo militante del PSOE años más tarde, adoptaba el seudónimo Geyme (esto es, "Gora Euzkadi" y "Muera España") y diseñaba el futuro deseable para la trayectoria independentista. A cada etapa de reivindicación seguiría otra de represión gubernativa, cada vez más violenta, pasando de la prisión preventiva al presidio, y de aquí a los fusilamientos. Cuando fuera alcanzado el estadio superior, estarían reunidas las condiciones para la movilización del pueblo vasco en la lucha por la independencia. No otra fue la estrategia del retalión diseñada por Federico Krutwig en su Vasconia, al inicio de los sesenta, y seguida por ETA con plena fortuna, gracias a la colaboración de la brutalidad franquista. Como ha escrito un buen conocedor de ETA, Gurtitz Jáuregui, el sabinianismo definía erróneamente a Euskadi como nación ocupada militarmente por España, pero Franco acertó a hacer efectiva esa ocupación. Las torturas, las detenciones masivas, el juicio de Burgos y los fusilamientos de 1975 hicieron mucho más por la implantación de ETA que todas las colecciones de Zutik y las hazañas de los primeros etarras.Conviene recordarlo cuando, explicablemente, muchas personas pierden los nervios ante una oleada de atentados. Tal es la grandeza y la aparente servidumbre de la democracia: ha de atenerse a un marco estrictamente jurídico, respetuoso de los derechos individuales, para combatir al terrorismo. Es más, en el caso que nos ocupa, cualquier respuesta visceral podría tener escasa eficacia de cara al fin perseguido, deslegitimaría una vez más al Estado (como ocurrió con el tenebroso asunto de los GAL) y alimentaría un proyecto ideológico que siempre funciona a la contra. De hecho, los aspectos proyectivos casi han desaparecido en el lenguaje del sistema ETA: una ínsula neocastrista, presidida a golpe de pistola por Artapalo, con las aduanas frente a Miranda de Ebro, resulta algo bscasamente atractivo. Lo que confiere sentido al propio discurso es el enemigo. La sucesión de atentados no es, pues, sino una continuada y sanguinaria provocación.
Y no precisamente porque debamos esperar una conversións de la grey política del terror, intensificando los ejemplos de conducta democrática. En su Teoría de la justicia, John Rawls apunta esa posibilidad: una secta intolerante podría abandonar su rigidez al comprobar la bondad de un marco de tolerancia. Pero no parece que esa previsión optimista sea válida, ya que supone ignorar la eficacia de los mecanismos de intimidación política, tantas veces comprobada a lo largo de nuestro siglo, desde las experiencias fascistas al fundamentalismo islámico, sin olvidar, entre nosotros, el dominio que lograra la pistola obrera faísta en el an arco sindicalismo (de paso, al coro de defensores de la pureza democrática de la victoria del FIS en Argelia les vendría bien tomar en consideración, no sólo el río sin retorno que implicaría tal victoria, sino las formas de movilización y control que precedieron por su parte al ejercicio del sufragio). Como más de una vez hemos apuntado, el mecanismo es bien simple y puede funcionar a la perfección: aquel que es incapaz de resistir siquiera moralmente al que usa la violencia o ejerce la coacción tiende a convertir su propia cobardía o impotencia en adhesión. Incapaz de defender a la víctima, se asocia al verdugo, con el envilecimiento consiguiente. Y nadie duda que en muchos sectores de la sociedad vasca funcionan a las mil maravillas esos mecanismos de coacción, control, adhesión y exclusión desde los cuales edifica su hegemonía la porción minoritaria de la sociedad que apoya al terrorismo.
En la base está una simplificación dualista de la realidad: aquí, Euskadi; enfrente, España. La legitimación está perfectamente montada, al declarar que el presente es sólo una continuación del pasado de opresión franquista, con la consiguiente desestimación de las instituciones democráticas, cuales cometen además la grosería de destacar el carácter minoritario de la propia opción (de ahí la tendencia a suplantar los votos por la medida de las manifestaciones de calle). Para cubrir el molesto tinto rojo de fondo en el guiso, la salsa recurre al enlace con los pueblos hermanos, que en circunstancias al parecer comparables efectúan sus luchas de liberación nacional (antes, Nicaragua; ahora, El Salvador). Una vez alcanzado este nivel de deformación, las palabras pueden invertir su significado. La acción terrorista es ennoblecida con el rótulo de lucha armada, lo que ante todo es una falsedad, y el viva la muerte puede ser presentado como reivindicación de la paz.
Por otra parte, son conocidos los riesgos para aquel que intente escapar del cerco invisible que en tomo a sí mismo construye cada uno de los militantes activos del nacionalismo radical. Riesgos tanto mayores cuanto más alto es el grado de implicación: para algo tuvo lugar el asesinato de Yoyes. Además, después de Hipercor y de la sucesión de infanticidios, los fieles deben estar ya dispuestos a tragárselo todo. Y una vez apurada la degradación no es fácil renunciar a una opción ideológica que además tiene un fondo estrictamente conservador. De manera que cabe prever un desgaste del apoyo social y político de ETA como proceso muy lento y cuya aceleración depende, más que de la labor de convencimiento efectuada sobre los seguidores, del aislamiento (y consiguiente ineficacia) de su rama política legal. De ahí la significación negativa de episodios como el esbozo de pacto sobre la autovía o la intervención de HB en la formación del ejecutivo navarro. Los dirigentes del PP debieron pensar que más contribuye esa concordancia de los contrarios a la política de HB que lo que pudiera aportar la medida punitiva de hacer que los presos etarras agoten sus condenas.
La regla de paciencia no debe implicar, por supuesto, pasividad. Invita únicamente a no dar pasos en falso que pudieran resultar contraproducentes. Así, convertir en ilegal a HB como fruto de una iniciativa del ejecutivo central sería, por un lado, algo inútil, porque el ordenamiento constitucional hace perfectamente posible una reconstrucción tras un mínimo disfraz, y además ello quebraría el equilibrio de las instituciones vascas regidas por el Estatuto. Conviene que HB tenga que soportar que representa sólo al 15% de los restantes vascos. Y no vale la pena allegar agua al molino del enfrentamiento sostenido con ese centro de todos los males y opresiones que es Madrid. Sin olvidar que no faltarían, como ha ocurrido en este mismo diario, quienes aprovechasen la ocasión, pero denunciar la persecución de HB como uno más en el museo de los horrores de una democracia incapaz de resolver el problema por la vía policial. Otra cosa es perseguir las acciones o manifestaciones delictivas de dirigentes y militantes, pero siempre porque vulneren la ley efectivamente, no por entrar desde el Gobierno al trapo de una pugna dialéctica.
Similar gravedad reviste la situación en el terreno de la comunicación social. Desde luego, la prensa vinculada a ETA no es tan estúpida como para incluir goras a ETA en los titulares. Se limita a jugar a fondo con la connotación frente al enemigo, a emplear un lenguaje de guerra contra éste (es decir, el Estado central y sus órganos coercitivos), a descalificar todo aquello que estime colaboración con él y a servir de fiel vehículo a las declaraciones de los terroristas. Ciertamente, es un estado de cosas nada favorable y que no tiene parangón en ningún otro país europeo afectado por el terrorismo (pensemos en el Reino Unido o en Francia). Pero de nuevo, en el aspecto esencial, la transmisión, no la inevitable de la ideología, sino de los mensajes y de las posiciones de ETA, es únicamente el imperio de la ley el que debe afirmarse para evitar que la voz de ETA llegue a los suyos cuando quiere y como quiere. Siempre teniendo en cuenta que todos estamos inmersos en una larga y penosa carrera de resistencia para acabar con una pesadilla, tan contrarla a la democracia en España como a la propia construcción nacional vasca.
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