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Mendigos a buen recaudo

Digamos que mendigo es el pobre que se decide a mostrar en público su pobreza. Sea porque su indigencia económica le resulta ya insoportable o porque es menor su grado de inhibición, el caso es que demanda abiertamente nuestra ayuda. No cuesta mucho suponer que es ese cara a cara de su solicitud el que nos desasosiega a sus conciudadanos y a las instituciones. Ya podemos hacer como que no le vemos o darle una rotunda negativa por respuesta; la torpeza en el disimulo y lo exagerado del rechazo denuncian nuestra turbación en el encuentro. A poca humanidad que uno conserve, la presencia del pordiosero le desata una ristra de preguntas: ¿por qué él, y yo no? ¿En qué he podido colaborar a ese resultado? ¿Acaso le faltan motivos a este hombre para considerarse mi enemigo? Tampoco a las instituciones que nos gobiernan les es fácil evadirse de tan incómodo testigo. Como toda sociedad que consienta la exhibición de sus pobres es una sociedad que enseña sus vergüenzas, el pudor más hipócrita aconseja taparlos. Estos desechos humanos, en su postración misma, se yerguen como un fastidioso interrogante puesto al lado de aquella sociedad. Y en una como la nuestra, donde dice reinar el régimen económico y político mejor de los posibles, el mendigo representa sin duda su más clamoroso escándalo.Así que, para no encararlo, hay que aprestar la defensa de la buena conciencia -privada y pública- frente al asalto de la mendicidad. Son tópicos antiguos que, por lo desvergonzados, causa vergüenza traer a colación. ¿Habrá que recordar, como muestra, el de quienes amparan su insensibilidad tras el presunto (o real, que da lo mismo) destino vicioso que tendría su donativo? Como si lo que damos nos otorgara algún derecho sobre el empleo que quiera darle quien lo recibe. Como si -aun concediendo tal dislate- no fuera aquí preferible equivocarse nueve veces, pero acertar siquiera una, que por temor a equivocarse no acertar ninguna...

Los tiempos actuales han deparado a esa buena conciencia argumentos más especiosos, aunque no precisamente más sutiles. Nuestros pobres, se repite, se han convertido en Profesionales de la mendicidad y algunos hasta han llegado a amasar, de este modo, cuantiosas fortunas. Y así es como, con el mismo cinismo con que se llama profesión a lo que es carencia forzosa y doliente de todo trabajo, se atribuye al mendigo un gusto morboso por la autohumillación, un masoquismo incurable. Pero cuántas oportunidades, qué magníficas gratificaciones laborales ofrece esta sociedad para que -por lo visto- algunos se entreguen con entusiasmo al trabajo de mendigar..., de eso ni media palabra. Al contrario, la última injuria vertida contra el pedigüeño (y esta vez con la anuencia de hombres públicos y medios de difusión) es que hoy estamos ante una mendicidad organizada. Ya observarán ustedes el efecto perverso creado por esa conjunción de términos que logra evocar como sin querer un oscuro vínculo con la "delincuencia" o "criminalidad organizada"... Reconozco ignorar todo sobre estas nuevas órdenes mendicantes, estos sindicatos clandestinos de menesterosos, carentes por lo demás de portavoces y reivindicaciones negociables, pero que, según cuentan, traman organizadamente el saqueo del incauto. En cambio, ¿quién no conoce a esas acreditadas organizaciones económicas -pongamos, por mal nombre, la corporación de usureros- cuyo negocio estriba en producir y exprimir la pobreza de tantos?

Pero hay más. El Ayuntamiento y Cáritas de mi lugar han recomendado a la ciudadanía, al igual que en años anteriores, que no cedan a la "tentación fácil" de la limosna y rechacen la mendicidad navideña. No caigamos en la malicia de imaginar unas autoridades sin entrañas. Poder municipal y poder eclesiástico, de consuno y en pos de Max Weber, se limitan a proclamarse los únicos sujetos capaces de repartir aquellos específicos recursos de manera "racional y eficaz". ¿0 no disponen ellos del censo exhaustivo de pobres, clasificados en sus categorías precisas, y hasta de expertos en el tratamiento científico de la mendicidad? Pues es natural que se sientan en el deber de advertir que la atención privada al necesitado, por muy bienintencionada que sea, pone en peligro el éxito de los programas de ayuda institucional. Contra los buenos deseos contenidos en aquella vieja Constitución, por tanto, a los españoles nos seguirá tocando ser justos, pero ya no benéficos. Si hubo tiempos en que se nos pedía sentar un pobre a nuestra mesa, ahora la invitación corre a cargo del departamento ministerial, regional o municipal correspondiente. Usted y yo, tranquilos, que la cosa no va con nosotros.

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Nadie discute la obligación de promover la asistencia social por parte del Estado que se hace llamar del bienestar, ni la excelencia de las entidades benéficas dedicadas a la misma tarea ni el deber fiscal (y moral, claro está) de cada uno de contribuir a mejorar la vida de sus conciudadanos. No seré yo, pues, quien desestime semejante labor bajo el torpe argumento de que, como no se busca erradicar las causas de la pobreza, tampoco vale paliar sólo alguno de sus efectos; de que, puesto que no hay justicia, todo gesto caritativo está de más. Resulta asimismo indudable que la espontaneidad de los piadosos sentimientos particulares nunca alcanzará el grado de eficacia de cualquier sistema institucional... ¿Pero habremos de acatar por todo ello la pretensión de estas instituciones de adjudicarse en exclusiva el cuidado de la mendicidad, el monopolio sobre la limosna?

"Desconfíe usted del pobre que le sale al paso", nos vienen a decir, "sólo nosotros le aseguramos el mendigo de marca. No se aficione a dar limosna por su cuenta, porque nosotros ofrecemos la única limosna con garantía...". Desde esta retórica de la racionalidad burocrática. tal vez el desvalido halle mejor remedio a su penuria, pero desde luego queda bajo un control con el que no contaba. Ni ha de molestar ya al hombre de la calle, desde el momento que hay agencias especializadas en su socorro; ni allegar otros ingresos que no sean los procedentes de esos organismos; ni servirse de tales donativos para fines que a ojos de sus benefactores aparezcan reprobables. A cambio de aquella ayuda deberá mostrar su voluntad de reinserción; y el precio final será la sumisión. A la jaula de hierro, quieran que no, no han de escapar ni los marginados. De ahora en adelante a nuestro mendigo registrado se le niega su libre iniciativa (si alguna le quedara) y se le relega entre los menores de edad civil. Y los demás compañeros de infortunio o consienten este control paternal o habrán de pechar con el repudio ciudadano. Cuando no -y hay suficientes indicios para temerlo- con su persecución de oficio.

Atendamos, por fin, al otro lado del mensaje, el destinado a los que podríamos ser tentados por la mano tendida del mendigo. Ante nosotros, las autoridades civiles y eclesiásticas esgrimen un presunto derecho a dictar las normas de piedad, a erigirse en directoras de conciencia. Y en el asunto que nos ocupa, sus directrices resultan diáfanas: las obras de misericordia, convertidas hoy en pura antigualla, pasan a ser funciones administrativas de su estricta competencia. Por si flaquearan aquellos extendidos prejuicios contra la mendicidad, el poder público y el espiritual vienen en buena hora a reforzarlos. Mientras sostengamos debidamente las cargas del Estado, nos susurra el uno, o depositemos nuestro óbolo a la Iglesia, nos predica el otro, estamos autorizados para desentendernos del pobre de la esquina. Descargadas así de toda implicación directa, como si se tratara tan sólo de una responsabilidad impersonal o colectiva, las conciencias individuales quedan definitivamente pacificadas.

Pero uno se atreve a pensar que la virtud pública, por más implantada que estuviera, nunca podrá dispensar a cada cual de poner a prueba su propia virtud.

A. Arteta es profesor de Filosofia Política de la Universidad del País Vasco.

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