Stendhal y Fabricio
Desde hace unos dos años, desde que la historia ha puesto el mundo patas arriba y hay por todas partes un vasto y confuso rumor de mudanza (y ya decía Ramón Gómez de la Serna que tres mudanzas equivalen a un incendio), he elegido otra vez La cartuja de Parma como guía y valedor de algunas de mis más íntimas tribulaciones y certezas.Leí la inagotable novela de Stendhal unos meses antes de que los americanos llegaran a la Luna. Con el alma en vilo me fui adentrando en la escena en que Fabricio asiste a la batalla de Waterloo. Corre hacia todas partes entre el humo y el polvo buscando su regimiento de húsares, oye el estruendo y la lejana gritería, estorba el cortejo del mariscal Ney, pasa a su lado Napoleón y no lo reconoce, ve sangre, muerte, campos que se ondulan por los impactos de la artillería, ve el triunfo y la derrota y, en fin, ve todo y no ve nada. Estuvo allí, en efecto, pero no sabría contar otra cosa que el asombro de no haber conseguido encontrar Waterloo en Waterloo. Aquella paradoja me recordó de inmediato a mi padre, que al igual que Fabricio vino de una guerra sin saber muy bien lo que había ocurrido ni cuál era el papel que le había tocado representar en ella. Y eso mismo es lo que más o menos me pasaba por entonces a mí con mi propia vida
Por esos años, en efecto, yo andaba obsesionado con la convicción de que mi vida carecía de argumento, de que mis días caóticos no formaban una narración progresiva capaz de ser contada a la luz de un orden, de una intención o de unos objetivos, sino un confuso tropel de peripecias insustanciales e incoherentes: algo así como si el río temporal de Heráclito se hubiese desmayado en un agua inconstante que no habría de hacer curso ni desembocar nunca en otro mar que no fuera el rutinario de la muerte. Estaba en mi vida como Fabricio en Waterloo.
Aquel mismo verano de 1969, durante el mes de junio, yo había estado en el Festival Internacional de Cine de Moscú con un grupo flamenco encargado de amenizar la fiesta que la delegación española ofrecía a las demás. Allí había visto, a un metro de distancia, a Sofía Loren, y hasta había dado hacia ella unos pasos temerarios y finalmente insuficientes con la intención de sacarla a bailar, y había visto a Bréznev, y había hablado con algunos rusos de la invasión de Checoslovaquia, cuyo espectro moral afligía aún sus conciencias, y había intentado saber cómo era la vida en régimen comunista, pero cuando regresé y quise contar algunas experiencias esenciales, advertí enseguida que una vez más me había ocurrido lo que a mi padre y a Fabricio con sus guerras inescrutables. La única cosa cierta que podía aportar de mi estancia en Moscú eran unas muñecas, dos carretes de fotos y sobre todo la congoja de haber estado a punto de bailar con Sofía Loren, que fue el Napoleón, más inalcanzable cuanto más cercano, de mi Waterloo moscovita.
Unos días después tuve de nuevo la oportunidad de reafirmarme en mi condición de náufrago existencial. Un hombre -un bailarín de edad madura que me había contratado de guitarrista para actuar en una sala de fiestas de Sitges durante la primera quincena de julio me contó una noche la historia sucinta de su vida. Entre otras cosas que he olvidado, aseguraba haber pasado armas de Estados Unidos a Cuba en las arcas de mimbre del atrezzo, y que en reconocimiento a sus servicios le invitaron al balcón presidencial desde el que Fidel Castro echó el primer discurso tras su entrada triunfal en La Habana. Y refería que Fidel preguntaba continuamente a alguien: "¿Voy bien, Camilo?", y que Camilo respondía: "Vas bien, Fidel". Yo lo escuchaba con pesadumbre, pero luego empecé a animarme con la esperanza de que acaso estuviera mintiendo: la brillantez de los episodios, la familiaridad con que hablaba de tierras remotas y de personajes sonados (Fidel Castro, Eisenhower, Rita Hayworth), el poco aprecio que me tenía a mí mismo como receptor de aquella historia singular, la fábula del mar al fondo, el hecho incluso de que el narrador usase bisoñé, todo eso me indujo a defenderme de la posible burla con una sonrisa exagerada de indulgencia. El otro entonces cerró su relato con una frase que confirmó mi sospecha de encontrarme ante la visión alucinada de un charlatán profesional: "Creo que he bailado en el más grande escenario que puede imaginarse: el escenario de la historia. Quizá sea eso, más que mi arte, lo que me ha hecho merecedor de figurar en las enciclopedias". Ya en Madrid, el siempre ávido escepticismo me condujo días después a una biblioteca. Y, en efecto, allí venía el narrador. Creo recordar que el Espasa adjunta incluso una foto de cuerpo entero, captado en un volatín de baile, y en el Larousse puede leerse: Iglesias (Roberto), y, entre otras cosas, enumera: "bailarín mexicano nacido en Guatemala (1926), formó pareja con Rosario, estudió pantomima con un profesor japonés, en 1956 formó compañía propia, actuó con frecuencia por Estados Unidos".
Ante aquel alarde argumental, pensé que yo nunca podría venir en una enciclopedia, aunque sólo fuese porque no había modo de juntar unas pocas líneas consecutivas sobre mi paso por el mundo. Pero también fue entonces cuando empecé a entender que, frente a la ficción, en la vida diaria y objetiva no podemos omitir el tiempo anodino, sino que lo tenemos que vivir todo, minuto a minuto, y que por eso el presente nos parece a menudo vulgar e irrelevante. Pero luego, cuando uno mira el pasado, entonces advierte una trama de episodios reveladores. El tiempo incoloro ha desaparecido, o hace las veces de un hilo invisible que urde figuras que sólo permiten ser distinguidas al final y de lejos. Así que el tiempo de la vida y el de la literatura o la memoria no es el mismo, y sólo hay que esperar a la madurez para darse cuenta de hasta qué punto nuestro pasado se nos aparece como escrito fatalmente en un libro de argumento hasta entonces borroso. Es decir: que uno empieza ejerciendo de Fabricio y acaba por ser su propio y omnisciente Stendhal.
Pero en cuanto a mi relación con la historia, las cosas han ido justamente al revés. Hacia 1970, yo sabía más o menos (y no recuerdo que fuese sólo un espejismo) cómo avanzaba el relato por entregas de la actualidad, y hasta era capaz de vislumbrar los desenlaces parciales de algunos capítulos. Sin embargo, desde hace unos dos años, y a pesar de que nunca he leído tantos periódicos como ahora, ni nunca como ahora me he encontrado en apariencia tan en el centro geométrico de los hechos históricos, el caso es que, como me pasó en la juventud con mi vida privada, he perdido el hilo del cuento y que, al igual que Fabricio, no acabo de entender el entramado general de la batalla que me envuelve.
Se preguntaba Lewis Carroll cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada. Y Kafka, en La condena, escribe: "Siento el deseo de ver las cosas como son antes de que yo las vea". Y Virginia Wolf dice en El faro: "Imagínese una mesa de cocina cuando no está usted ahí". Así que no es descabellado preguntarse cómo se verá este Waterloo fuera de Waterloo. Quizá algún Stendhal nos explique un día el argumento de esta historia. Entonces, del mismo modo que nos ocurre con nuestro pasado cuando lo rescatamos desde la lucidez de la memoria, sabremos al fin cómo se ve la luz de una vela cuando está apagada. Entretanto, a más de un analista de la historia no le vendría mal, aunque sólo fuese para añadir un poco de dramatismo a la perspectiva, ir releyendo La cartuja de Parma. A lo mejor descubre que por el momento no es Stendhal, sino sólo Fabricio.
Luis Landero es escritor.
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