Tormenta
LÁSLa reunión de trabajo se había prolongado más de lo previsto, y tenía la garganta seca por culpa del aire acondicionado y del tabaco. Fingía prestar atención a un pesado que repetía por enésima vez sus propuestas, cuando noté que sobre la superficie de mi lengua caían diminutas gotas de agua, procedentes, al parecer, de la bóveda del paladar. La sensación resultó agradable y refrescante hasta que creció el grosor y la cantidad de las gotas de agua. Se había desatado una tormenta en el cielo del paladar y yo no daba abasto tragando agua. Me preguntaron algo, pero no me atreví a abrir la boca por miedo a mojar a alguno de los asistentes. De súbito, la tormenta cesó y noté sobre la lengua el calorcillo de los primeros rayos de sol que sin duda se abrían paso entre las nubes.
Esa noche me despertaron unos pinchazos en la lengua, como si cayeran sobre ella, con alguna violencia, pequeños alfileres. Comprendí que estaba nevando en el interior de mi boca y me incorporé. La sensación resultó de nuevo estimulante, hasta que arreció aquella tormenta desatada en el cielo del paladar. Fui al baño, me incliné sobre el lavabo, separé las mandíbulas y nevé diez minutos; entonces cesó la ventisca y regresé a la cama.
Estaba a punto de dormirme cuando mis oídos percibieron un trueno procedente de alguna parte del interior de mi cabeza. Abrí la boca y se me escapó por entre los labios un rayo diminuto que iluminó un trozo de la almohada. Ahora se trataba de una tormenta eléctrica.
Uno de los rayos cayó sobre una papila gustativa y la dejó inservible; retiré la lengua hacia el interior de la garganta y sufrí dos o tres descargas eléctricas en las glándulas sublinguales productoras de saliva. No hay en mi dentadura ninguna pieza de metal; dice mi dentista que me habría electrocutado.
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